Tal vez no hacía falta, qué necesidad había, por qué meterse en problemas... Entre las expresiones de rechazo al aterrador atentado de París se cuelan en voz baja -o no tan baja- los reparos de quienes parecen más sorprendidos por la temeridad de las víctimas que impactados por la ferocidad de los asesinos. La defensa a ultranza de la libertad de expresión está dejando paso a un debate todavía velado sobre sus límites, en el que despuntan declaraciones como las del director de orquesta israelí Daniel Barenboim, quien ha situado esa frontera en el "buen gusto", o las del papa Francisco, que ha dicho tajantemente que "no se puede" hacer burla de la fe.

Para convivir necesitamos evitar las ofensas gratuitas. Jamás se me ocurriría reírme de las creencias de alguien en su cara si sé que esas creencias son una parte central de su vida, que su concepto de sí mismo y del mundo depende en gran medida de ellas. Pero eso es una norma de comportamiento personal que no debería plasmarse en una exigencia legal, aunque así permanezca, como un vestigio de otros tiempos, en el artículo 525.1 del Código Penal. Son las personas las que pueden ser ofendidas, no las ideas ni las creencias, aunque estas generen sentimientos en quienes las profesan. ¿Qué sentimientos son dignos de ser protegidos? ¿Es la fe superior -y por lo tanto, más merecedora de protección- a otras ideas que también despiertan una adhesión ciega, casi religiosa, en las personas que creen en ellas? La militancia política está devaluada hoy, pero hubo un tiempo en que en que arrastraba a muchos a un compromiso que impregnaba todos los aspectos de su vida, y a nadie se le ocurriría imponer restricciones al ejercicio de la sátira política más allá de las que establecen el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen de los satirizados, personas concretas, de carne y hueso y con nombre y apellidos, no entidades abstractas.

Necesitamos a los que molestan, aunque sea para ampliar el espacio de nuestra libertad. Pero también necesitamos estar dispuestos a ser molestados. La misma energía con que hemos condenado lo sucedido en Francia debemos emplearla en defender la libertad de quienes se ríen de aquello en lo que creemos.