Hay gente con la que hablo que está alarmada por lo de la orca varada en una playa de El Hierro. Una cría de dos metros cuya familia, según los expertos, debe seguir por los mares de Canarias, a donde llegaron persiguiendo atunes. Cuando hablo con esa gente, me expresa su pánico a estos bichos. Tienen en la retina las imágenes de las orcas cazando focas en la orilla misma de la playa. "Y si lo hacen así con una foca imagínate lo que nos pueden hacer a nosotros", me dicen.

La televisión y el cine han creado una imagen amplificada de los predadores marinos. Hay gente sensata que es incapaz de evitar un pánico cerval por los escualos, que en Canarias nunca se han hecho noticia por ataques a personas. Ahora, una orca, la primera en treinta años, dispara las teorías más peregrinas. He escuchado, incluso, mezclar la teoría del calentamiento global con el aumento de la temperatura en las aguas de las islas, con lo que aparecerán por aquí especies más agresivas.

Si fuéramos prácticos deberíamos tener mucho más respeto por las olas que cada año matan en Canarias más gente que los accidentes de tráfico. Pero el mar, que es muy real y cuando se pone fuerte es muy peligroso, no nos produce ningún miedo, pese a que es el cementerio de casi trescientas personas cada año que pasa. No. El miedo nos lo dan las orcas o los tiburones porque salen en la televisión y en el cine.

Mi confianza en la sociedad civil de este país es como mi expectativa de vida, decreciente cada día que pasa. Un día se publica que la Dirección General de Tráfico quiere hacer controles de alcoholemia a los peatones y a la gente ni se le mueve el pelo. Un día nos pararán por la calle y nos meterán un termómetro en la boca y una manguera en el trasero y la gente pasará a nuestro lado sin mirarnos siquiera. Hay una especie de desinterés por el mundo real y por lo que le pase al de al lado. Y lentamente se van destruyendo los lazos familiares, la preocupación por el prójimo, la solidaridad con el vecino... El mundo se convierte en esa pantalla en la que vemos una vida de personajes que sustituyen a los de verdad, a la gente de carne y hueso que nos rodea.

Las orcas en Canarias son menos peligrosas que los erizos o las aguavivas. Son menos peligrosas que los legisladores, que por un lado ingresan millones de euros en impuestos especiales sobre el alcohol y el tabaco y por el otro quieren que tengamos la decencia de rompernos el hígado y los pulmones sólo en nuestras casas. Los tiburones verdaderamente peligrosos son los que cargan los cajeros automáticos, los que ofrecen créditos fáciles y barra libre a los que tienen millones y nos aprietan las tuercas con los intereses a los que vivimos de un sueldo. Los tiburones peligrosos no están en los mares de Canarias, sino en los despachos de los bancos peninsulares que devoran los ahorros de las islas y muerden en la carne fresca del turismo. Así que báñense tranquilos. Y si llega una orca, pues a rezar.