Con la carta de Manolo en las manos me he asomado a la puerta de la calle. No me pregunten ustedes por qué. Puedo decirles que la carta de Manolo, que me ha parecido triste, tardó cuatro meses en llegar a su destino. Venezuela es ahora diferente. Cuando yo la conocí, hace 43 años, las cosas allí eran muy distintas. Y como todo en la Venezuela de Maduro se aleja mucho de lo que a mí me fue dado conocer, también lo noto en la carta de Manolo, en su estado de ánimo. Tal vez por eso me dice "Vivir con tristeza es la manera más larga de morir". Y luego, por si no fuera bastante, escribe: "El verdadero motor de la vida es la ilusión; cuando esta desaparece, se esfuman las ganas de seguir viviendo". Me gustaría saber qué extraña fuerza me llevó a la puerta de la mi casa con la carta de Manolo en mis manos.

Sí, debió ser una extraña fuerza porque, nada más asomarme, me encontré una calle triste y solitaria, sin una sola persona caminando por las aceras. Vuelan entonces mis recuerdos hacia los días alegres, en los que mi calle era viva y casi trepidante. Comenzaba en la Central Telefónica, donde doña Carmela y doña Lupe, por un lado, y Anita Arocha o Carmencita Pont por el otro, atendían a las personas que solicitaban una conferencia con Madrid o Tacoronte; con Sevilla o Vilaflor; con Cáceres o la Victoria de Acentejo. La Central Telefónica se ha ido para siempre.

Tampoco está la panadería de don Antonico -antes de Julián y Catalina-. No están vivas las tres carpinterías que aparecían en mi calle cogidas de la mano en la acera izquierda. O en la derecha, según desde donde se mire. Eran las carpinterías de don Sixto Ramos, don Rafael de León y don Fermín Adán. Frente a esta estaba la peluquería de doña Mira. En el vestíbulo veía yo todos los días aglomeraciones de señoras y señoritas que entraban allí con el pelo lacio y salían luego contentas con sus trenzas o tirabuzones. Pero los tirabuzones y las trenzas enfilaron, junto con los llamados bucles, el camino sin retorno hacia las tierras del Arauca Vibrador. Se fue doña Mira y no regresó nunca.

Tampoco veo frente a mi casa la ferretería de Juan Cruz, ni la tienda de tejidos de doña Felicidad, ni el molino de gofio de su esposo, don Lorenzo. Un molino de gofio que trabajaba, durante la posguerra, día y noche, sin parar. A nosotros, los vecinos más próximos, no nos molestaba el ruido del motor del molino. Al contrario; su son nos ayudaba a dormir. Como ayudaban a dormir a doña Juana Jiménez las ranas que cantaban en el estanque que había pegadito a su casa. Las ranas no estorban; nos ayudan a adormecernos, mientras ellas, las ranas, ofrecen sus conciertos musicales desde el anochecer, en medio de nuestra general indiferencia.

No están tampoco la venta de Basilio, ni la de seña Carmen, ni la de Patrocinio, ni la de doña Aniana. Se cerró también el gran almacén de don Manuel Benítez Toledo, y el cafetín de don Manuel Fleytas, y el bar de don Cándido Acosta, mi padre, tras cuyo mostrador serví más de un cafelito y más de dos a don Germán Delgado Granela, a don Pepe Toledo y hasta a mi maestro de la escuela pública, don Justo Junquero, un valenciano radicado en nuestro pueblo y que no me pedía solo un café sino dos porque, según él, con un solo café no encontraba la fuerza y el entusiasmo que se requieren para dirigir con estilo una escuela de primeras letras. Don Justo se fue un día hacia Venezuela y no regresó jamás. Ocurrió lo mismo que con doña Mira, la que hacía con tanto estilo la permanente a las señoras, en la misma casa que había sido antes de Falcón y Manuela.

Después de escribir estos renglones me veo en la necesidad de preguntarme: ¿Qué extraña fuerza me llevó a la puerta de mi casa para ver, lleno de pena, una calle triste y solitaria, y con la carta de Manolo entre mis manos?