No huele igual. Sus vías perdieron el color. Su gente tiene otros principios. Ayer volví a sus plazas, a sus calles, recorrí sus entrañas, pero mi barrio ya no es el mismo. El paso de los años lo ha teñido de un gris deprimente, desalentador, o quizás, tal vez sea solo eso, todo se resuma en que me hago mayor, que la nostalgia me altera la percepción de las cosas más simples y, a la vez, más arraigadas en mis recuerdos.

Me senté en un banco de cemento debajo de la que fue mi casa. Hacía un poco de frío, pero no me importó. Encogí los hombros, crucé los brazos y cerré los ojos. Comencé a situar a mis amigos en cada una de sus casas. No me costó nada hacerlo. Han pasado dos décadas desde que compartíamos juegos y sueños, pero en esos instantes, quizás apenas suspiros, los tenía cerca, sentía que si estiraba las manos era capaz de abrazarlos. Gaby vivía arriba; debajo, Peter; en el bloque de enfrente, tras cruzar una carretera, estaba José Antonio, también Diuvi, por allí pasaba Padilla e incluso José Ángel... Un grito a través de un balcón cercano (señora, ¡baje la voz!) me arrancó de mis pensamientos. Decidí levantarme y adentrarme en aquellas tres parcelas donde residen más de 2.000 vecinos. No debí hacerlo. Sí, me equivoqué.

Ahora está permitido que el contenedor de la basura rebose, que el cable de la antena salga por fuera de la fachada, que el perro cague en la plaza y que los coches, con el visto bueno policial, aparquen donde les venga en gana. Claro que no son todos, lo sé, pero ¿saben?, me jode. No, peor, me revienta. Los jóvenes de mi generación, también de una anterior (los "hermanos" Manuel, Cano, Andrés Chencho...), sabíamos que desde fuera al barrio lo tildaban de problemático, pero se equivocaban y allí donde fuéramos nos esforzábamos por demostrarlo. Os juro que aquellos chavales, unos niños, lo logramos. Obreros siempre, pero orgullosos y educados como nadie. Tuvimos las mejores madres dentro de casa y los mejores maestros en la calle. Si te pasabas, te lo "indicaban" (digámoslo así).

Decidí refugiarme en el quiosco de siempre. Pensé en discutir con Monso (¿cuántas veces lo hicimos?), mandarme dos quintos y sentirme un "pibito". Me acerqué despacio. Miré. Analicé. Y me fui. Hasta él decidió traspasar "su vida".