A veces los periodistas ingleses cuentan cosas estrambóticas que uno lee hasta el final. ¿Por qué? Porque aciertan con el segundo párrafo. Una vez me vi leyendo una crónica fantástica en The Guardian sobre una insólita marcha de gallinas por el centro de Leicester. ¿Y qué hacía yo leyendo eso?, me pregunté en cuanto acabé la lectura. Pues porque después del primer párrafo venía el segundo, y también me convenció, y así pasé a los párrafos sucesivos, hasta llegar, pasando de la primera página a una página interior, al párrafo undécimo de la célebre crónica de la marcha de las gallinas.

Ahora nos hemos acostumbrado al primer párrafo, en periodismo, pero también en el lenguaje político. El político se sube a la tarima y suelta su primer párrafo, generalmente de madera, y ya desde ahí repite esas mismas ideas, de atrás para adelante y de adelante para atrás, como nosotros recitábamos, de chicos, La canción del pirata, que en el lenguaje (lagunero, argentino) del vesre empieza así: "Con diez ñocanes por daban tovien en papo a dato lave..."

Y los periodistas hacemos lo mismo, quizá influidos por los dichosos 140 caracteres de Twitter y a los infinitos, y vacuos, caracteres del Facebook en que la gente le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente... pero sin otro interés que el de llenarnos la cabeza de lugares comunes sobre la vida común y corriente.

Nosotros, los periodistas, hemos caído en la trampa de la simplificación, y escribimos como si la gente no fuera a llegar nunca al segundo párrafo. Por tanto, indagamos menos, y hablamos con menos gente; eso se produce porque ya creemos saberlo todo, o estimamos, sin verificarlo, que ya todo el mundo sabe la continuación de lo que decimos. El primer párrafo, pues, es el inicio de una nota que es la continuación, al revés y al derecho, de lo que ya hemos dicho. Se empobrece así la información, y por tanto se empobrece nuestra relación con el público, que a su vez, ay, se ha acostumbrado también a conformarse con lo primero que le dices y a cerrar el periódico a continuación.

El otro día estuve en un coloquio con columnistas, que ya parece ser un oficio español. En Italia, donde tanto se opina, o en Inglaterra, que es la cuna del mejor periodismo europeo, donde son capaces de convertir en obra de arte periodística una manifestación de gallinas, los columnistas son escritores de periódico que suelen especializarse en los asuntos que tratan. Aquí somos toderos, escribimos a bote pronto de cualquier cosa, aunque de ella sepamos tan solo lo que nos da para un primer párrafo.

Pues en ese coloquio de colegas se habló de un mal que vivimos ahora como la peste: las tertulias vociferantes de la televisión, a las que acuden columnistas, periodistas especializados en el primer párrafo. Esa nueva clase del periodismo español desapareció en Italia, no existe en Inglaterra, y en Estados Unidos está protagonizada, exclusivamente, por humoristas.

Aquí esas tertulias están habitadas ahora también por los políticos, especializados, como digo, en la estrategia del primer párrafo. Uno de ellos le espetó el otro día a un periodista que lo iba a interrogar: "Perdona que te pregunte: ¿es verdad que te llaman Don Pantuflo?", a lo que el periodista respondió con otra pregunta igualmente básica: "¿Y a ti te llaman El Coletas?"

Ese es el clima que tenemos; en él prospera el primer párrafo, y a veces ni eso; prefiero el periodismo que cuenta lo de las gallinas que este periodismo que no cuenta nada, sino que se refugia en el grito, en el gritito y en el garrotazo.