¡Qué vergüenza! El del edificio se ha convertido este año en el Carnaval más visitado de Tenerife, sobre todo por la policía local, que ha tenido que venir hasta cinco y seis veces, alertada por las quejas de María Victoria, su marido y algún vecino más.

-Es que no podemos dormir con tanto ruido -dijo la mujer a lágrima tendida a uno de los agentes la noche del lunes.

-Señora, son las ocho y media de la noche. No puedo hacer nada -le respondió amablemente el policía, que, durante el tiempo que permaneció en el edificio, tuvo que enseñar su placa a Neruda, a doña Monsi y a Úrsula, que dudaban de su autenticidad (de la del policía, me refiero).

-¿Dónde has dejado la peluca, nena? -se atrevió a decirle Tito, el hijo de la Padilla, que a esa hora regresaba vestido -por decir algo- con los restos de lo que parecía haber sido Caperucita Roja.

-Agente, deténgalo -dijo la Padilla señalando con vergüenza a su hijo-. Lleva más de 24 horas fuera de casa y eso no se le hace a una madre.

-Señora, eso no puedo hacerlo.

-Oiga, usted es un poco flojo, ¿verdad? -apuntó Carmela, mientras miraba de reojo tres motas de purpurina en caída libre desde las pestañas postizas de Tito.

-Es que Caperucita... Bueno, me refiero al chico, es mayor de edad -se justificó el policía y, dándonos las buenas noches, se marchó.

-Ay, ese culito -gritó Tito, antes de caer derrumbado sobre la escalera tras una noche intensa. El policía hizo como si no le oyera.

Así que entre batucadas, taconeos y quejas hemos pasamos toda la semana. María Victoria, presa de la desesperación, llegó a amenazar a los brasileños con que si no dejaban de tocar y bailar les echaba a sus perros. Al oír aquello, su marido pensó en las caniches y se imaginó a sí mismo entrando en el ático a cuatro patas y ladrando, empujado por su mujer.

Por fin, el miércoles, antes del entierro de la sardina, los brasileños se fueron.

-Nao gostamos dos enterros (no nos gustan los entierros) -dijo el líder de la comparsa.

-A nosotros tampoco -respondió Carmela, que la noche antes le había advertido a doña Monsi que si no los echaba, ella no respondía de sus actos.

El jueves la paz reinó de nuevo en el edificio. Eisi Disi regresó para arreglar algunos desperfectos de poca importancia. Lo que nos extrañó fue que al día siguiente también volviera. Esta vez, cargando un par de cajas.

-Eso es que acaba de atracar un banco -le dijo María Victoria a su marido, mientras seguía a Eisi a través de la mirilla de la puerta-. Llama a la policía y tráeme el limpiacristales, que no veo nada por este agujero ridículo.

Eisi se detuvo en el ático y allí metió la mercancía.

-¡Alto! No te muevas -gritó Carmela con la fregona como si fuera el sable de luz de Luke Skywalker y con el cubo de agua atravesado en la puerta.

-Pero ¿qué hace? Tengo que bajar al furgón. Me quedan más cajas -dijo el hombre con la frente más sudada que la camiseta de Nadal en el Open de Australia.

-¡Ajá! Ha confesado. Agente, deténgalo -chilló como una descosida María Victoria, que aguardaba escondida en el rellano, junto al mismo policía que acudió la noche del lunes de Carnaval.

-Pero yo no veo que esté haciendo nada malo. No tengo pruebas para detenerlo -dijo el hombre.

-Ya estamos con las formalidades -se quejó la Padilla-; abra las cajas y se convencerá.

Antes de que el policía pudiera decir nada más, María Victoria y Carmela rompieron las cajas y allí, en medio de aquella escena absurda, aparecieron tres secadores de pie y dos planchas del pelo. Carmela bajó su sable de luz.

-Doña Monsi nos alquiló el ático porque mi mujer va a montar aquí la peluquería y estoy con el traslado. Ya veo que en este edificio hay más peligro que en la cárcel -dijo, tocándose la cicatriz que le cruzaba el pómulo derecho.

El policía se giró y comenzó a bajar las escaleras, esperando oír alguna tontería sobre su trasero, pero esta vez Tito dormía la resaca.

@IrmaCervino

eledificiodelaesquina.blogspot.com