Cada vez que voy a uno de esos restaurantes que surgen como hongos en los últimos tiempos me vienen a la memoria recuerdos de juventud; concretamente, de mis tiempos de aprendiz de boticario, cuando me ejercitaba en la preparación de lo que llamábamos "fórmulas magistrales".

Mi supervisor era lo que hoy se conoce con el aséptico nombre de auxiliar de farmacia, concretamente el auxiliar mayor; entonces se le llamaba mancebo, entrañable expresión desaparecida tras el auge de la presencia femenina en las oficinas de farmacia; queda bonito llamar mancebo a un varón, pero suena fatal llamar manceba a una dama; piensen en doña Concha Piquer y aquella canción que empezaba "apoyá en el quicio de la mancebía"...

Bueno, pues aquel mancebo dedicaba sus horas libres a ejercer de lo que hoy se llama visitador médico. La mayor parte de su trabajo consistía, en efecto, en visitar a médicos y farmacéuticos para recomendarles alguno de los específicos elaborados por el laboratorio al que representaban.

Inútil pensar, en aquellos tiempos, que el representante hubiera hecho algún curso acelerado de farmacognosia o farmacodinamia, de manera que se aprendían de memoria la parte descriptiva del prospecto y la recitaban ante el posible cliente. Tiene mérito, aprenderse el prospecto de un medicamento.

Hoy, los jefes de sala de un restaurante de los que ejercen la cocina que unos llaman creativa y otros, muy impropiamente, de fusión, y en los que las cartas están en claro proceso de extinción ante los llamados menús-degustación, ha de aprenderse de memoria los componentes de cada creación del cocinero, para luego recitárselos a los comensales.

No piensen ustedes que es tarea sencilla; en ese tipo de cocina abundan los ingredientes supuestamente exóticos, bastante inusuales, en especial los que proceden del mundo vegetal; la cantidad de hierbajos terrestres o marítimos que pueden aparecer en un plato de ese estilo puede ser considerable.

Y hete aquí al jefe de sala recitando la composición de cada plato. Menos mal que lo suele hacer de uno en uno, según van llegando a la mesa. Pone en ello toda su buena voluntad, acudiendo incluso a léxicos extraculinarios: el otro día, el contador de platos de turno nos habló un par de veces de la "osmosis"; todos entendimos que debía de referirse a la ósmosis.

Y no falla: después de la exhaustiva enumeración de ingredientes y una somera explicación del proceso culinario, que es donde sale lo de la "osmosis" y nunca falta lo de "a baja temperatura", alguno de los comensales le presta atención y le espeta: "¿Qué ha dicho que era eso verde del centro?".

Menos mal que la pregunta suele ser concreta; en el caso de aquellos representantes que memorizaban el prospecto, una interrupción podía ser trágica, porque lo normal es que no fuesen capaces de retomar el hilo donde lo habían dejado y, muchas veces, tenían que volver a empezar desde el principio.

He de decir que todavía no me ha pasado eso en ninguno de esos restaurantes, pero no descarto que sea porque los frecuento lo menos posible.

Antes, y en el "antes" incluyo los tiempos para mí gloriosos de la, sin embargo, denostada "nouvelle cuisine", uno esperaba del maître que le aclarase cualquier duda respecto a ingredientes o elaboración; la sala funcionaba en buen concierto con la cocina, y su director debía saber qué llevaba y cómo se hacía cada plato de la carta; pero no tenían que agobiar a nadie, y ofrecían esos conocimientos previa consulta del cliente. Quiero decir que no abrumaban a toda la mesa con una exhibición de conocimientos botánicos.

Me parece normal; en la cocina de hoy, hasta que se le explica, casi nadie sabe lo que hay en el plato, aparte (y eso no siempre, que están muy de moda los trampantojos) del ingrediente principal. Pero es que después del índice de ingredientes viene, como en los prospectos medicamentosos, el manual de instrucciones, el "cómo tomarlo", porque esas obras imaginativas no pueden comerse de cualquier manera: tienen su orden y sus reglas.

Eso sí: del mismo modo que aquellos viajantes de fármacos no recitaban los posibles efectos adversos del medicamento, los contadores de platos evitan mencionar ingredientes como la metilcelulosa, los alginatos, el cloruro cálcico, los espesantes, los gelificantes... cosas todas ellas muy en boga en este tipo de cocina.

No sé si los omiten porque ya no se usan o porque tienen mala conciencia y saben que, en el fondo, el público (en general) sigue desconfiando muchísimo de la cocina ''Cheminova''. Es que es durísimo comentar al día siguiente, con los amigos: "Ayer me tomé unos cardos con metilcelulosa y alginato sódico verdaderamente espléndidos". No mola.

Total: que siempre me ha gustado, y a todos nos gusta, saber lo que voy a comer. Si algo no lo conozco, pregunto. Pero que sistemáticamente nos tengan que explicar lo que lleva cada plato ya me gusta menos.

Y el problema es que esta cocina presume de utilizar ingredientes que no conoce nadie, y de cuya remota procedencia hay que presumir. Lo que pasa es que después de la enumeración de esos productos, el comensal suele quedarse como estaba. Y, para ese viaje, no hacen falta tantas alforjas.