Ahora que ya sé que nunca seré plenamente feliz porque resulta que no creo en Dios, me he quedado mucho más tranquilo. Cuando uno lee en el Boletín Oficial del Estado (Nº 47 de 24 de Febrero) de un país no confesional europeo del siglo XXI que lo que hay que hacer es aceptar que la creación, o sea, los agujeros negros, las estrellas de mar, los piroclastos de El Hierro o el mismo universo, son obra de un señor con una enorme barba blanca y un triángulo con un ojo encima de la cabeza, te entra un sosiego difícil de explicar. Qué fácil de responder era todo.

Yo tengo para mí que no es que estemos en los minutos de la basura de esta legislatura, es que todo este periodo ha sido un inmenso basurero. Han sido tres años en los que las Islas Canarias han descendido varios peldaños en el foso de la pobreza y la desesperación. El Gobierno del PP decidió hacerles pagar bien caro a los canarios el pacto político que dio el Gobierno a nacionalistas y socialistas. Sólo eso puede justificar que se haya tratado peor a quien peor está: a nosotros.

Nos han ido calentando el agua hasta guisarnos a fuego lento. Recorte tras recorte y bronca tras bronca. El Gobierno de las Islas empezó aquel noviembre de 2011 diciendo en tono fiero que Canarias sería asunto de Estado o se volvería un problema del Estado. Ni una cosa ni la otra. No digo que sea fácil (o siquiera posible) pero el Gobierno canario no ha sabido liderar un proceso de unidad en Canarias. No ha podido hacerse con el apoyo de sindicatos, patronales, organizaciones civiles y ciudadanos. No ha sabido construir un discurso eficiente sobre la realidad de un maltrato escandaloso a Canarias y un marco de relaciones enrarecido y asfixiado por la antipatía política entre Soria y Rivero.

Estamos en el momento en que todo el pescado está vendido. Jamás, en toda nuestra historia, Canarias ha estado tan políticamente débil, con una sociedad tan empobrecida intelectualmente, tan desmotivada en el análisis de las causas de su decaimiento. Jamás había estado tan apática y desfallecida en el vigor de sus organizaciones civiles. La atención que se presta a este territorio de ultramar es residual, dispersa, casi como una pesada obligación que el Estado cumple con resignado estoicismo. Dan ganas de mandarles a tomar por donde cargan los camiones. Si después de tantos años no han entendido los problemas de la insularidad y la lejanía (que tan bien comprenden en la Unión Europea), si no saben leer las cifras del desempleo y los indicadores de pobreza, si no pueden ver el desequilibrio del PIB de las Islas, si son incapaces de fijarse en el precio de los billetes de avión que pagamos para ir a la Península o para movernos en el oligopolio del transporte interior, es que nunca van a entender nada.

El futuro de Canarias no está en nuestros propios problemas (que también pesan lo suyo) sino en el encaje de la insularidad en el Estado. Siempre ha sido así y siempre lo será. El Archipiélago precisa de una política de ultramar que hoy no existe. Y que difícilmente va a existir si no se produce un "pacto de estado" entre todas las fuerzas políticas y sociales de la comunidad, algo que hoy resulta impensable.

La obra de la creación formó el Edén, un huerto de exuberante vegetación, para la primera pareja humana. Una zona que debió estar, dicen, entre los ríos Tigris y Eúfrates, cerca de donde ahora unos fanáticos descerebrados rompen esculturas milenarias con un mazo. Adán y Eva -que según los rigurosos libros sagrados tuvieron sesenta hijos y vivieron hasta los 900 años- vivían allí en la más absoluta abundancia y felicidad. Luego fueron expulsados por Dios y se refugiaron en Canarias. No lo pone en el BOE pero es seguro que fue así porque en el libro que describe cómo les echaron del paraíso dice que fueron enviados a una cueva.