El experimento salió fatal: familia numerosa instalada en una gran mansión que, a fin de suavizar trifulcas, entre todos decidieron dividir la casa en apartamentos individuales para que, de paso, cada miembro disfrutara de una cómoda intimidad y ejerciera el derecho a su albedrío.

Se redactó un reglamento de convivencia que, desde luego, no erradicó las rencillas individuales entre padres, hermanos, cuñadas, primos, suegros, parejas de hecho, viudas, familias monoparentales, perros y gatos, cuyos eventuales encuentros en la escalera o en el rellano, aunque aislados cada uno en su cubículo, solían desencadenar broncas más intensas que antes; pues la vocación de ir cada cual a lo suyo se incrementó por las respectivas soledades y la frustración de que aquello no era lo esperado. Cualquier indicio de la solidaridad anterior desapareció por ensalmo, con grave deterioro para los vínculos afectivos.

Gran desastre económico fue la obra de remodelación, pues además de los nuevos tabiques, puertas y cuartos de baño individuales (donde cada uno depositase sus intimidades sin compartir ruidos ni efluvios con los parientes más o menos cercanos), hubo que multiplicar instalaciones y contadores de fontanería, electricidad y conductos de gas por otras tantas habitaciones individuales. Profusión de muebles, enseres y electrodomésticos, a gusto de cada cual, fue también motivo de un despilfarro que, una vez culminado, supuso la ruina colectiva y la precariedad paulatina e irreversible del edificio, que terminaría en demolición por falta de fondos para el mantenimiento.

Por supuesto, no fueron el uso de razón ni el sentido común los componentes intelectuales que dirigieron idea tan nefasta para los intereses y derechos comunitarios.

No son elucubraciones emanadas desde una ideología o tendencia subjetiva, sino que los hechos demuestran con contundencia que la infraestructura sociopolítica organizada en comunidades autónomas ha degenerado en un fracaso económico-social de muy difícil solución.

El símbolo de la vivienda parcelada se queda en una mínima expresión ante la realidad añadida de una incuestionable doble vertiente. De un lado, la ineficacia operativa auspiciada por una burocracia excesiva, inútil y enfermiza. En la otra orilla, el cúmulo de cargos públicos exponencialmente multiplicados al abrigo de intereses meramente políticos, en perjuicio de los intereses del pueblo.

Es un hecho evidente que la multiplicidad de competencias sobre una misma área transferida hace que cualquier gestión se solape en varios pliegues y las sucesivas interferencias terminen por bloquearla. Sanidad, Educación, Cultura, Vivienda, Servicios Sociales... ¡No funciona nada! ¿Cómo pueden coordinarse actuaciones del Gobierno central, el autonómico, Cabildos y Ayuntamientos sobre un mismo punto y desde distintos colores políticos? El resultado es la chapuza continua, de la que se culpan unos a otros, para desgracia de un pueblo maltratado.

Claro, los primeros interesados en que nada cambie son precisamente quienes ocupan esos privilegiados cargos de responsabilidad, cuyo escandaloso número, que redunda en vergonzoso e impresentable gasto público, nos convierte en país tercermundista a los ojos del mundo normal.

¿Estaría la solución en los elementos que tienen depositados sus sentimientos patrióticos en repúblicas foráneas, si llegasen a alzarse con el poder en un país al que denostan y del que desprecian sus símbolos, su cultura, su historia y preconizan la violencia y autoritarismo como método de gobierno?

Una casa en ruinas es cobijo propicio para la contracultura, que, aunque trasnochada y con sus muros ya caídos, todavía sigue siendo amenaza para naciones pusilánimes y ciudadanos vulnerables.

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