El insularismo es una melancolía política endémica canaria. Cualquier habitante de estas islas, a poco que se le rasque, tiene dentro dos habitantes endémicos que andan siempre silenciosamente endemoniados: un mago y un insularista. Lo que pasa es que la dirigencia del archipiélago y una clase intelectual amablemente puesta a su servicio han denominado históricamente "pleito insular" de forma errónea a lo que siempre ha sido una pelea de gallos de dos capitales antagónicas.

Algo más de dos siglos de la historia de las islas han estado marcados por los embates y avatares de esa pugna por la preponderancia capitalina. Las burguesías de Santa Cruz y de Las Palmas han sido capaces de trasladar a todos los ámbitos -sociales, políticos o deportivos- una vieja rivalidad cuyas raíces se hunden en la protohistoria universitaria y que explosionan cuando La Laguna pierde la capitalidad de las islas en favor de una floreciente ciudad portuaria situada un poco más abajo. Luego vendría la ley de Cabildos de 1912. Y la división provincial de 1927. Y tantos enfrentamientos y batallas que resultan imposibles de resumir.

Cuando se construyó la autonomía de Canarias, las islas llamadas "menores" estaban bastante hartas del protagonismo de las dos capitales. Los cabildos apenas calmaron a los dos leones que se peleaban por comerse la carroña que Madrid iba soltando de cuando en cuando, dadivosamente. Así que cuando se construyó la nueva Canarias se hizo sobre el equilibrio de las islas mayores con las menores, de las dos provincias entre sí y sobre todo de las dos capitales. La composición del poder legislativo le dio a menos del veinte por ciento de la población de Canarias la mitad de los diputados. Ese hecho marcó el crecimiento de las inversiones en las islas no capitalinas en años posteriores y fue el más relevante de la construcción autonómica junto con la carrera del culo veo culo quiero entre Santa Cruz y Las Palmas, que sacaron las garras para repartirse el nuevo poder creando una administración duplicada y costosa.

Andados los años se pudo ver que Las Palmas se había equivocado lamentablemente. Quedarse con la sede de los órganos de la administración del Estado central en un nuevo Estado autonómico fue un error garrafal. El pleito capitalino se manifestó entonces en otras nuevas variedades, con erupciones políticas en ambos lados del ególatra charco. Tras una pequeña calma, los viejos demonios familiares vuelven, como acaba de demostrar José Miguel Bravo de Laguna, que ha terminado por reencontrarse con el insularismo de toda la vida. Resulta que le estaba esperando, a la intemperie, a la salida del Partido Popular. Te echan a la calle y acabas en el albergue insularista en un abrir y cerrar de ojos. Es lo que tienen los desalojos. Así que ahora además del debate entre pobres y ricos, entre independentistas y españolistas, entre casta y anticasta, igual tenemos una reedición de la pelea entre los dos lados de este charco de fulas y pejeverdes. Éramos pocos y parió la abuela.