Hay imágenes que van con uno siempre, y una de esas imágenes que van conmigo es la de mi ingreso en EL DÍA, este periódico, hace mil años más o menos. Venía de La Tarde, de aquel caos bellísimo que dirigía don Víctor Zurita, con Ángel Acosta y Alfonso García-Ramos como lugartenientes en una Redacción singular en la que destacaba, en silencio, el genio de Francisco Pimentel. De ahí me extrajo don Ernesto Salcedo, a quien siempre llamé de don. Me ofreció, como primer salario, una máquina de escribir; es decir, como en La Tarde no disponía de una, a él le pareció interesante decírmelo: "Y aquí tendrás una máquina de escribir".

Me lo dijo en el viejo edificio de la calle del Norte (Valentín Sanz, desde entonces), antes de que el periódico se trasladara a la avenida Buenos Aires, algo que ocurrió en seguida. Ahí don José Rodríguez me dio el primer sueldo, que me entregaron en un sobre canelo; lo guardé en el bolsillo de la camisa, y esa noche lo perdí, celebrando que me lo hubieran dado.

En el nuevo edificio, contiguo al actual, las máquinas de escribir eran modernas, relucientes, y estaban junto a cada una de las mesas de la Redacción. Había dos que no podíamos tocar, una porque estaba encadenada, y era privativa de Francisco Hernández, un redactor veterano que sonreía sin pasión y con ironía, y otra porque era de don Luis Álvarez Cruz, que era un emblema mayor del periodismo en nuestra tierra. Las entrevistas de don Luis, sus artículos (Las manos en el teclado) me hicieron periodista, y de esa gratitud no me arranca el olvido.

Era una Redacción interesante; de todas las personas que había allí se podría escribir una historia, y de todas (claro, tengo una historia); en cierta ocasión me expulsó Salcedo de la Redacción, incitado por un compañero (un buen compañero, por otra parte) al que no le pareció bien que yo dictara (como corresponsal que era) una crónica a La Provincia de la isla de enfrente sobre un determinado problema sanitario que había surgido en mi pueblo, el Puerto de la Cruz. La expulsión duró unas horas, pues don Ernesto me buscó luego por los bares de la zona y aquello terminó en un abrazo y varias cervezas.

Historias así ocurrieron muchas, y gente así había para hacer inolvidable aquel periodo de mi formación como periodista. Y como no los puedo citar a todos, aunque a todos, desde la puerta hasta el último extremo del taller, los tengo en la memoria, citaré ahora a Francisco Ayala, que acaba de morir traspasados sus noventa años. Ayala era un ejemplo máximo de ese periodismo esforzado, incansable, que entonces caía sobre él como redactor jefe, y que luego siguió cayendo en las distintas figuras que protagonizó, entre ellas la de director.

Ese periodismo era de una dedicación extraordinaria; comenzaba muy temprano y acababa muy tarde; y abarcaba todos los oficios: no sólo ejercía, con educación y tino, y en voz baja, la función de su título, redactor jefe, sino que seguía escribiendo una sección que fue mítica entonces, El Puerto es lo primero, pues entonces el Puerto era lo primero, sino que atendía a todos los pesados que venían de la calle y a todos los redactores nos dedicaba tiempo y paciencia, comprensión y consejo. A mi me trataba como al adolescente que seguía siendo entonces, y me llevó por el camino de conocer mejor la mecánica del trabajo de un redactor que a saber de las supuestas grandezas de la vocación. Ser periodista era trabajar, no esperar la gloria, me decía con su propia actitud. Y aprendí de él la humildad básica del oficio, eso le debo.

Ahora que ha muerto me han venido muchos recuerdos suyos, naturalmente; el de la paciencia es uno: ya podía quemarse el mundo que allí estaba Pancho, haciendo de la tranquilidad un modo de reaccionar ante cualquier incendio, exterior o interior. Dentro de su pecera se movían papeles y noticias; él presidía esa atmósfera como si manejara un barco en la tormenta.

Le debo mucha gratitud; y a su familia, a su hermano Julián, a su hija Noemí, les envío envuelto en estas palabras un abrazo que también es un abrazo a aquel tiempo en que Pancho y otros me hicieron un periodista.