Que un país democrático, de los más antiguos del mundo, tenga sectores minoritarios que propongan y sea seguida en actos una bandera anacrónica y fugaz, símbolo de fracaso y enfrentamiento contra la bandera aceptada por la mayoría como oficial y el sistema que la respalda, no puede ser asunto menor. Pretender cambiar la bandera representativa históricamente en el mundo durante prácticamente toda la época contemporánea ha de basarse en intereses casi esotéricos. Una cuestión pasional, de resentimiento y rupturista para poder ser excluyente.

La izquierda troglodita, refractaria y hostil a cualquier novedad o escritura del futuro sobre bases realmente nuevas no puede hacer más que dos cosas: sentimentalizar la política hasta la cursilería, a costa de la responsabilidad (era Zapatero), o bien, ante la absoluta falta de alternativas y teoría, tomar como modelo cualquier tipo de pasado, pero que deje fuera a más de la mitad de los españoles.

No es casualidad este regreso al neanderthal. Mientras el mundo debate sobre la inclusión, el pensamiento dialógico, el consenso intersubjetivo, el contrato social, el multiculturalismo y la integración nuestros rupestres idealizan la república de la lucha de clases, frentes populares, y comisarios, milicias y tribunales también populares.

A los 16 años perdí la fe en la iglesia de un colegio de los jesuitas. Me volví no creyente y no he dedicado un segundo de mi vida a dirimir si soy agnóstico o ateo, por demasiado nominalista y vacuo (filosofía medieval). Como fui marxista bajo Franco, sabía diferenciar entre las contradicciones principales, de cuya formulación dependían estrategias y alianzas de clase, de las secundarias, como el Carrillo político y lúcido de la Transición.

Jamás me interesó la dicotomía república o monarquía. Éramos revolucionarios, nada de fracasados y ausentes republicanos (¿dónde estuvieron ocultos tanto tiempo?) y las banderas eran rojas y regionales. Si los países más desarrollados y cívicos son monárquicos, no voy a ser tan tonto de dogmatizar principios relativos. Sí soy demócrata y liberal, soy capaz de elegir: prefiero la monarquía alauita a la de Arabia Saudí y emiratos o al régimen iraní.

En esta España donde la corrupción fue ejercida por unos y tolerada por muchísimos otros, hemos visto cómo sectores proclives a la Segunda República: PSOE (parte), IU y sindicatos están inmersos, también ellos, en primera línea de la corrupción, y tampoco han escapado al derroche faraónico, el despilfarro, las tarjetas, los dispendios más suntuarios.

Si la República llegase sumando a Podemos, infiero saqueo y totalitarismo puro.