Vivimos en una pura contradicción. Formamos parte de una sociedad democrática en la que a través de nuestro voto decidimos quiénes nos dirigen y, sobre todo, quiénes deben administrar nuestros dineros. Eso es en principio así, a grandes rasgos; pero la decisión colectiva final es tan importante y trascendental que no es lo mismo que nos gobiernen unos u otros. Es más, dependiendo de quién ostente el poder nos puede cambiar la vida y la de nuestra familia, incluso el devenir de una generación. Por eso es tan importante pensar el voto, razonarlo, sopesarlo, medirlo, cuidarlo y, en última instancia, depositarlo con reservas, ya que, de equivocarnos, podemos arrepentirnos tal vez para un periodo corto o, como ha sucedido a veces, para toda la vida.

Y, en ese caso, tan sólo nos quedaría el camino de la expiación, acto mediante el cual se puede purgar la culpa y reparar el error cometido. El problema del camino de la expiación es que puede ser largo y estar lleno de infortunio, desilusión y desesperanza. Aunque no sea la mejor opción, cuando en el panorama político sólo huele a podrido, siempre nos debe quedar optar por el mal menor; al menos, desde una perspectiva social, que no moral, ya que dicha opción exige que procuremos buscar el mayor bien posible evitando el mal mayor o lo que nuestro entender -conciencia social y democrática- entienda por tal. Claro está que nos quedan otras opciones como la abstención o el voto en blanco y, por supuesto, el voto útil.

Aunque el voto denominado útil va en contra de la teoría del mal menor o la contradice o incluso algunas veces la corrige, se puede utilizar cuando se propone votar, no ya lo menos malo, sino aquello que realmente tenga posibilidades de triunfo. Es más, desde una perspectiva estrictamente católica, y siempre y cuando estén en juego determinados principios éticos y morales, el mal menor es una opción perfectamente válida si nuestra responsabilidad es exclusivamente dicha deliberación.

En cualquier época, pero mucho más en tiempo de crisis, una sociedad responsable debería velar escrupulosamente por el destino que los gobernantes dan al dinero público. Un gasto que debería ser equilibrado, claro está, pero priorizando siempre a los más necesitados de la sociedad -y dentro de estos a los niños y a los ancianos-, haciendo hincapié en la sanidad, la educación y en la justicia como pilares fundamentales de una sociedad próspera y libre que, junto con la defensa y la seguridad deberían constituir un compromiso político irrenunciable e intransferible de cualquier gobierno democrático que aspire a que todos sus ciudadanos vivan en igualdad de condiciones, independientemente del lugar donde residan.

Y esto no se debería conseguir con doctrinas populistas, cuya ideología y principios se van adaptando a los vaivenes de las encuestas y prosperan al socaire del malestar de una sociedad que se encuentra desesperanzada y sin rumbo, obligándoles a escoger entre corrupción o revolución. No sería justo. Porque muchas de esas corrientes populistas esconden el germen del totalitarismo más rancio y caduco, entre cuyas obsesiones se encuentra, cómo no, el deseo irrefrenable de controlar a la sociedad desde los resortes del Estado. Incluidos, cómo no, todos los medios de comunicación.

Hay que desconfiar por principio de todo proyecto populista que tenga como objetivo "salvar al pueblo", devolviéndole la libertad y la igualdad que más tarde ellos mismos se encargarán de limitar, controlar y cercenar. La historia nos ofrece ejemplos magníficos de pueblos que son salvados a base de conducirlos por cauces y metas fijadas por libertadores ungidos, pero que, inevitablemente, siempre terminan en el borde de un precipicio.

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