Esta semana hubo en la red un interesante intercambio sobre periodismo protagonizado por algunos destacados periodistas canarios, a los que sugerí, desde mi curiosidad profesional, que siguieran discutiendo. Discutir sobre periodismo es una manera de mantener vivo el oficio, que pasa por horas muy difíciles, no necesariamente mortales, a mi juicio, pero sí delicadas.

Esas circunstancias delicadas no proceden tan solo, desde mi punto de vista, de la crisis que nos ha golpeado desde que Internet rompió todos los paradigmas (de publicidad, de ventas, de independencia, de criterios, de credibilidad) en parte por razones de la influencia económica de su poderío inabarcable y en parte (en gran parte) por nuestras propias culpas.

Como de lo otro sólo podrá hablar el tiempo, déjenme reflexionar un minuto sobre nuestras culpas: a mi juicio, nos hemos dejado llevar por la facilidad de la opinión, hemos puesto demasiado énfasis en lo que nos parece que pasa y hemos dejado pasar la esencia de lo que pasa. Eso nos ha llenado los periódicos de tuits largos, de rumores y de insultos que en la red son bienvenidos como alimento de los lectores que necesitan urgentemente saciar su deseo de que a los otros les vaya mal, y nos ha apartado del rigor, del contraste, de la búsqueda de la sustancia del periodismo, que es la credibilidad.

¿Culpa de la red? No: culpa nuestra. ¿Y cómo se arregla? Ahora parece que hay poco arreglo, porque en la conspiración para ensombrecer el periodismo estamos todos, desde los editores a los redactores, llegando, ay, hasta los lectores, que ahora no aceptarían periodismo de verdad, acostumbrados como están (como estamos) al fango como alimento espiritual de lo que se ofrece para leer.

Hay una novela, a punto de aparecer en España, que Umberto Eco ha escrito para poner de manifiesto, desde el punto de vista de su experiencia italiana, cómo el fango alienta el periodismo de su país. Es fácil extrapolarlo, porque todos conocemos espacios en los que ese fango se ha manifestado, además, como si fuera una muestra del periodismo independiente.

La historia es como sigue: un magnate italiano (Eco me dijo, en Milán, donde lo vi el otro día, que yo era libre para pensar que ese personaje podría ser Berlusconi) pone en marcha un periódico diario, llamado Número Cero (ese es el título de la novela, que aquí publicará Lumen), que jamás saldrá a la calle. La razón por la que aparece ese extraño diario que no se publicará es que el citado magnate quiere utilizarlo para amenazar y condicionar con sus bravatas la vida de sus adversarios. Vuelan los dosieres, las descalificaciones, los rumores, que los redactores van dispersando a pedido del citado magnate para desequilibrar los negocios o las reputaciones de la lista negra del magnate. Entre las reputaciones a derribar están las de los políticos, los jueces, los otros periodistas...; es una maniobra de chantaje que tiene su contrapartida favorable para el que busca el descrédito ajeno: inutilizar aquella sociedad civil que pudiera hacer frente a los negocios y a las aspiraciones (políticas también) del tantas veces referido magnate.

La novela te pone los pelos de punta, como periodista, pero sobre todo como ciudadano, porque todos somos conscientes (los del oficio y los que están fuera del oficio) de que en toda España hay casos de fangos parecidos, de periodistas corruptos que aceptan encargos para dar prestigio o para desprestigiar, ignorando por completo las leyes éticas del oficio.

Ese es un asunto importante, y de eso no tienen la culpa ni las redes ni la crisis económica, sino la conciencia íntima del oficio. De eso tendrían que seguir hablando estos amigos que durante unos días se pasaron discutiendo sobre las amenazas que sufre el periodismo.