Morir no es fácil. Nuestro cuerpo está preparado para sobrevivir y lucha de forma permanente para hacerlo. Somos una maravillosa y compleja máquina que se autorregula para hacer que todo siga funcionando. Por eso, morirse a veces es un proceso lento y doloroso. Quien haya visto morir a un familiar anciano o gravemente enfermo lo habrá vivido en primera persona. Ese lento declinar que termina en una última respiración y la certeza de que la vida acaba de abandonar el rostro de la persona a la que tanto quisimos.

Si mira a su alrededor verá un montón de personas mayores. Gente que se ha pasado la vida trabajando para sacar adelante a sus familias. Gente que vivió la última posguerra del siglo pasado, que conoció la escasez, la dictadura militar de casi medio siglo en España, que tenía apenas dos pares de zapatos y el mismo traje para todos los domingos. Pero que fue capaz de sacarnos adelante. A todos.

Las familias han cambiado casi tanto como el mundo. Los hijos se van a sitios lejanos en busca de trabajo. Se desarraigan. Y los padres se quedan. Son abuelos a distancia que ven a sus nietos, con suerte, de viaje en viaje y en las fotos del teléfono. Cuando sus hijos no viven lejos están apenas un poco más cerca, porque el ritmo del trabajo y la vida hace que las familias se vean mucho menos que antes. Cuando esas personas mayores empiezan a no poderse valer por sí mismas ¿quién les ofrece un lugar donde estar al cuidado de alguien? Sus familiares no están o no pueden dejar su trabajo para cuidarles. No tienen dinero para pagar los carísimos centros privados para mayores. No hay plazas en los escasos centros públicos.

Los mayores empiezan entonces el principio de un largo camino en el que parecen convertirse en una pesada carga. El Estado, al que han pagado impuestos y han entregado su trabajo durante décadas, se desentiende de ellos. La familia, porque está lejos o porque no puede, es incapaz de cuidarle adecuadamente. Y si la vejez se complica con alguna enfermedad se convierte en carne de pasillo de hospital. No existe nada más terrible que esa mirada de un anciano sentado en cualquier rincón de un centro hospitalario, esa mirada perdida entre arrugas, sin más compañía que la soledad y el cariño de los profesionales de nuestro sistema de Salud. El personal de enfermería podría escribir no un libro sino una enciclopedia de historias de ancianos a los que el sistema va arrinconando.

En sólo diez años, del 2004 a hoy, en España se generaron ochocientas mil pensiones más. Ya superamos los nueve millones de pensionistas. En Canarias tenemos 288 mil, con pensiones medias que no llegan a los mil euros. Los gobiernos de derecha e izquierda, de arriba y de abajo, mal pagan a los ancianos y, con la crisis, han metido la mano en la caja de las galletas de las pensiones para usar el dinero en otras cosas. El sistema está en su peor momento justo cuando hay un menor número de activos y la población tiene el mayor número de personas a punto de entrar en la jubilación en las próximas décadas.

Con este panorama, a los futuros viejos nos tocará malvivir. No hay otra. Y cruzar los dedos para que el sistema de pensiones aguante. Pero hay dos cosas en las que no deberíamos fallar, en cuidar a quienes nos cuidaron y en ofrecer a todos los ancianos que afrontan el deceso una muerte digna y sin dolor. Que no haya plazas suficientes en las residencias públicas para mayores, que no las haya en las unidades de cuidados paliativos; que haya personas que además de afrontar el trance de morir tengan que hacerlo sin una sedación adecuada, es algo tan repugnante que por sí sólo nos despoja de cualquier título de humanidad. La muerte es inevitable. El dolor no. El sufrimiento físico puede ser mitigado. Y no hacerlo es condenar a la tortura a los más débiles de nuestros ciudadanos. Como condenamos a la soledad y a la pobreza a los ancianos que sobreviven abandonados o mal atendidos.

Nuestro mayor castigo será que alguna vez, si tenemos suerte, seremos viejos. Y moriremos. En ese tiempo nos acordaremos de todo esto pero ya será tarde. En vez de los verdugos seremos las víctimas.