Tras despertar de tan realista pesadilla, Virgilio pensó (¡pobre de él!) que el día se le abría de par en par a la esperanza que había soñado despierto momentos antes de tumbarse, aquella noche de martes, en su lecho helado y seco de compañía; que este recién nacido miércoles apuntaba maneras y olores de placer infinito. Por tales sensaciones, inyectadas de optimismo, Virgilio andaba convencido de que esta vez seguro que podía contar (ya era hora, ¡coño!) de segundos, minutos y horas de esplendor; de tiempos sin venganzas ni tonterías.

De esta manera, con la vitalidad y la honradez metidas en el mismo saco, lo había interiorizado todo, y entonces, con fe de cura recto, ya solo esperaba que aquello se cumpliera en toda su dimensión, sin que faltara ni un punto ni una coma: nada de nada. Pero, no se sabe muy bien por qué ni cómo (casi siempre hay una piedra en el camino...), aquella suma de ideas que viajaba al éxtasis, al clímax, aunque fuera con marca de rutina, se torció de mala manera, con la peor expresión en la cara, con el más feo paisaje enfrente, con el revés menos apetecible.

Lo cierto es que todo (descontada la realista pesadilla) había ido muy bien hasta ese preciso instante, demasiado bien si era Virgilio el que miraba atrás y refrescaba en su mente la secuencia prolongada e intensa de experiencias calamitosas y adversas de hace poquísimo. Virgilio había nacido por segunda vez esa mañana de miércoles. De eso estaba seguro, y así lo había asumido, tras ducha con agua caliente, cepillado de dientes, versión amistosa en el espejo y café con leche caliente hasta quemar los dedos. Virgilio ahora era vitalidad, esperanza, seguridad, nobleza. Pero no todo estaba atado y bien atado. Esto lo comprobaría tres pasos después, nada más entreabrir la puerta.

Y así mismo fue. Metió la llave en el cerrojo, giró el cilindro en silencio, tiró para sí de la pesada lámina de madera, con deseada lentitud, y tan solo con la hoja abierta unos dos centímetros, comprobó que allí se posaba. Era él, estaba seguro, y si así ocurría (que sí, Virgilio, que sí, mentalízate de una vez...), todo se venía abajo irremediablemente. La montaña de esperanza construida tras noche de realista pesadilla había volado hecha pedazos. Y punto y final.

Virgilio dio un portazo y, en el silencio de intramuros, advirtió que el tremendo ruido que ahora llegaba de fuera anulaba la posibilidad de que se tratara de proselitismo religioso. No se lo podía creer... Ansioso por querer certificar su primera y única hipótesis, tras haber reculado unos metros en el pasillo del salón, volvió a la puerta y apretó su ojo derecho a la mirilla. Entonces salió de dudas y se dijo: "Coño, pues claro, si son los que piden el voto. Aquel, el de la derecha, el que ahora atiende a la vecina de al lado, es..., es... Qué más da. El que sea, que todos son iguales".

De inmediato, rompió con aquel paisaje, se preparó un café doble, llenó un vaso de agua oscura y se empujó varias pastillas para dormir. Casi no tuvo tiempo de llegar al lecho helado y seco de compañía. En dirección a la cama, solo deseó no volver, ¡jamás en la vida!, a aquella realista pesadilla de noche de martes.

@gromandelgadog