e siempre he sentido vivir la vida de forma, digamos, tangencial. Sentimiento inevitable de distancia que, de igual manera, siento respecto a la arquitectura, a la que me acerqué sin vocación para, no obstante, aferrarme en el obsesivo deseo de la búsqueda de respuestas en la óptima construcción de los paisajes insulares, en los que la relación y la transición entre la casa y el espacio de todos, el lugar público, sea lo más amable, cálida y adaptada al lugar en que las relaciones y el encuentro de las personas se producen. e pequeño solíamos pasar las vacaciones de Semana Santa en el sur de la isla, cerca de Las Galletas, en aquella pequeña y recién inaugurada urbanización turística junto a la costa, conocida como Tenbel. Apartamentos cuidadosamente encajados en el sitio nos sorprendían año tras año. Cubos blancos, y poco a poco de hormigón, integrados entorno a espacios abiertos de lava y sombra, de verde y sol, jugaban con la luz y con las brisas y ordenaban jardines y paseos arbolados, amplios y claros. ías de amaneceres intensos de color, de mediodías de agua y mar, de azul y rojo, de atardeceres y noches mansas. Llegar a Tenbel era pisar otro mundo, inteligentemente colocado, sensible con la tierra y con el mar, de calidad desbordante, rebosante de intensos momentos de luz y de vida. Lástima que hoy, el que ha sido probablemente el espacio turístico más emotivo y sensible de Tenerife, esté abandonado a la desidia y al desinterés más absoluto. Cuando tanto hablamos de modelos de implantación territorial, Tenbel debería rescatarse y mostrarse, con orgullo, como esencia de lo que hacer. Y de esos años, siendo aún casi un niño, rememoro el haber disfrutado intensamente con el montaje de la exposición de esculturas en la calle en Santa Cruz; corriendo del Parque a la Rambla, de arriba abajo, enfrascado con el trajín y el ir y el venir de cajas y de grúas, de gentes barbudas, de piezas de bronce y de metal, de chatarra del avión accidentado, de bolas como huevos, de cintas y de espirales, de cubos encarnados, de ojos de gato, de manchas de pintura, de emoción y de alegría, de mucha alegría. El Colegio de Arquitectos, responsable de la idea y de la organización, había inaugurado poco antes su sede en la misma Rambla, entre esta y el barranco. Intención construida de la que yergue el pequeño volumen de hormigón tallado de claroscuros y lágrimas verdes, destacando por la decisión de enterrar la sala de exposiciones para despejar su cubierta como plaza pública, entreabriendo las vistas desde la calle sobre las laderas traseras. Expresando deliberadamente la voluntad de edificar la ciudad realzando los valores del territorio sobre el que se asienta; resaltando la capacidad de la arquitectura como vía para construir el lugar público, espacio de encuentro de una sociedad abierta, comprometida con la libertad y el progreso. Arquitecturas que me sorprendían y que admiraba a diario, como la Universidad Laboral en La Laguna, junto al instituto al que asistí tras salir del colegio. Recuerdo envidiar aquellas instalaciones modernas, inimaginables para nosotros en aquella época. Y aquel patio de césped verde perfectamente recortado, en el que nos colábamos al sol las mañanas húmedas de invierno, entre clase y clase, a tumbarnos junto al drago donde el bedel no nos dejaba. eseando no terminar nunca el codito de aquel bocadillo de queso blanco -¡vaya bocadillo!- que nos traíamos del bar de más arriba, para aquí en el patio, asocados de la fría brisa, aproximarnos a esos lugares de la emoción y de los sueños que solo los niños pueden saborear. En este sitio llegué a sentirme como en "casa". Quizás el mayor elogio que se pueda decir de cualquier lugar; que te arrope como en esa tu propia "casa"...

* Arquitecto