Uno va al médico. Encima de la mesa, un cenicero lleno de colillas ocupa el lugar principal. Después de una minuciosa revisión, el galeno, mientras se fuma cigarrillo tras cigarrillo, va escribiendo una receta con unos dedos amarillentos de la nicotina. Entonces acaba y te comienza a echar un discurso sobre la necesidad de que practiques una vida saludable y que, por supuesto, deje de fumar inmediatamente, porque fumar mata.

Esa sensación de incredulidad, donde no sabes si tomarte las cosas a coña marinera o mandar al prójimo a freír puñetas, es la que nos pasa a algunos cuando escuchamos en Canarias declaraciones de amor eterno por las energías renovables. Aquí todo el mundo habla de ellas, pero luego arranca el coche y se va.

Las islas son, en efecto, un tesoro. Tenemos uno de los mayores índices de insolación del Estado, con más de 3.400 horas anuales, lo que significan más de nueve horas diarias de media. Y tenemos abundantes vientos que podrían hacer girar miles de palas de aerogeneradores. Pero toda esa riqueza, esas fuentes de energía limpia e inagotable, han sido despectivamente ignoradas por todos -repito, por todos- a lo largo de las últimas décadas. Siempre existieron demasiados intereses en juego. Canarias gasta más de tres mil millones al año en aprovisionamientos de energía derivada de los combustibles fósiles, principalmente fuel para la producción de electricidad. El Parlamento de Canarias aprobó a mediados de los ochenta un Plan Energético para Canarias que se incumplió estrepitosamente, a pesar de que se ordenaba el desarrollo de energías renovables para alcanzar un tercio de la producción en las islas.

Canarias podría estar llena de placas solares en muchas azoteas. Y llena de aerogeneradores. Si no lo está es porque ni se ha apostado por el autoconsumo ni se ha permitido la inversión en la producción de energía eólica. Antes que proteger a los consumidores se ha protegido la actual distribución del mercado. Vamos con tanto retraso que la introducción del gas en Canarias, prevista para los años ochenta, se está vendiendo ahora como un gran logro ecológico. Una pequeña falsedad, porque aunque es un 25% menos contaminante que los fueles, la verdadera causa de que se inviertan 300 millones de euros en la nueva regasificadora es el ahorro que supondrá al año para el Gobierno central en el pago de los sobrecostes de producción de electricidad en las islas. El gas es más barato, he ahí la cosa.

La producción eléctrica necesita cambios radicales. Que beneficien el medio ambiente y aumenten nuestra independencia energética, por un lado, con las renovables. Y que alivien el bolsillo de los ciudadanos y la rentabilidad de las empresas de las islas, por otro, con la subvención a proyectos de autoconsumo.

Pero todo eso son pajaritos preñados. Pasarán las elecciones y aquí paz y en el cielo coles. El retraso histórico que llevamos en un terreno donde podríamos haber sido pioneros es una consecuencia directa de la intervención de los poderes públicos, que, como el perro del hortelano, ni han comido ni han dejado comer. Igual porque han sido incompetentes. O igual porque lo han hecho de cine para que todo siguiera exactamente igual. Vaya usted a saber.