No sé qué pasó aquella primera mañana soleada de primavera, pero yo decidí quedarme con mi espíritu agotado en la cama descolchada y mandar a mi cuerpo de paseo. Bueno, más que de paseo, le ordené que fuera a por el pan para que me dejara unos buenos minutos en paz. Harto estaba de tanto dolor de cabeza, de los tirones que se desencadenaban en la espalda y de piernas que gritaban sobresaltos con música de calambre. Por si esto fuera poco, y es verdad que el todo estaba hecho un verdadero fotingo, los ojos me dolían, más el derecho que el izquierdo, y los brazos y las manos mostraban una tendencia machacona a echarse a dormir, a poco que la mente se despistara.

Todas estas fueron las razones reales del cisma, del abandono del cuerpo por parte del alma, de forma premeditada (y esto que quede entre nosotros) y con ejecución aquella mañana convertida en paradigma de la estación de las flores.

Harto como nunca de tener que cargar con todos esos dolores e inmundicias, mandé de paseo a mi cuerpo y, para que este no la cogiera conmigo, con lo que entonces quedaría de mí (o sea, con mi espíritu), lo engañé como a un niño chico y le aseguré que solo era un breve paseo en busca de pan fresco para atender un desayuno de los de verdad. El cuerpo, que necesitaba bastones y hasta silla de ruedas, por lo destartalado que había despertado esa mañana, no terminaba de creérselo y andaba con la mosca detrás de la oreja.

Pese al desconcierto y a que se olía lo peor, el cuerpo atendió la orden, cruzó la puerta de la casa que conduce al mundo y cogió el camino de la tienda más cercana con pan caliente, siempre con un saco de desconfianza colgando del hombro y sin dejar de pensar en que algo se estaba tramando. Pero ahora tocaba ir a por el pan, pedir dos barras medianas, hablar del precio y poner las monedas sobre las manos blancas de la joven dependienta. Tras estos pequeños gestos, que un cuerpo sin mente no da para mucho más, tocaba darse la vuelta y al rato intentar tropezarse con la puerta que minutos antes se había abierto al abismo.

En el interior de la casa, que se duchaba con luz primaveral, el espíritu divorciado del cuerpo que salió a por pan bailaba salsa y merengue mientras abría y cerraba las puertas de un armario repleto de otros cuerpos, todos de Copacabana, bellísimos y sin achaques de salud.

En la puerta de entrada y salida de aquella casa, nadie tocó en los minutos y horas siguientes. El cuerpo con las dos barras de pan jamás regresó a su guarida, que para eso había sido programado, y ya solo giró y giró hasta arrodillarse ante un futuro de mierda de perro.

En la casa, el desayuno tenía que ser con galletas, pero, como contrapartida, el viejo espíritu y el nuevo cuerpo regresarían esa misma mañana a hacer pesas, con salsa y merengue retumbando a lo bestia en oídos estéreo.

@gromandelgadog