La llegada de la primavera anuncia también la llegada de la Cuaresma y los días en que se conmemora la Semana Santa. Son fechas que en mi infancia, referida a los años cincuenta, en Alicante, quedaron grabadas profundamente en mi mente, pues tanto en la sociedad española, en general, como en mi familia estas fiestas religiosas se vivían con bastante intensidad y fervor por todo lo que representan.

Eran días de recogimiento, de penitencia y de silencio. Días dedicados a participar en los actos litúrgicos que se celebraban en las iglesias repletas de fieles. Días en los que acompañábamos con total devoción a Cristo Crucificado y a su Madre Dolorosa en las distintas procesiones organizadas. Días, en definitiva, dedicados a recordar la Pasión y Muerte de Jesús. Así pues, retrocediendo a mi niñez se me acumulan los recuerdos, que son muy diversos, con todo lo positivo que tiene revivir aquellas intensas y entrañables vivencias. Por ello, hoy quiero hablarles de una Semana Santa lejana en el tiempo, pero aún presente en mi memoria, alejada del bullicio y del poco sentido religioso que predomina actualmente.

Centrándonos ya en los propios días de la Semana Santa, que se extendía desde el Domingo de Ramos hasta el Sábado de Resurrección, las iglesias se enlutaban cubriéndose con telones morados todas las imágenes sagradas de los templos. Los oficios religiosos propios de esos días se celebraban en las iglesias con gran presencia de piadosos fieles que compartían los actos con fervoroso recogimiento.

El Jueves Santo, a partir del mediodía y hasta el Sábado de Gloria, las ciudades se paralizaban: se cerraban todos los espectáculos públicos, como cines, teatros, salas de baile, etc. Las emisoras de radio -porque entonces no había televisión- emitían sólo programas religiosos y música clásica; los transportes públicos y vehículos particulares apenas circulaban para no hacer ruido; en los cuarteles se izaba la bandera a media asta día y noche, se ponían las armas a la funerala y las cornetas con sordina. Es decir, todo se desarrollaba dentro de un clima de mucha religiosidad, respeto y silencio. Eran los tiempos hegemónicos de la Iglesia Católica.

Si todas las procesiones eran impresionantes por su fervor, la del Viernes Santo sobrecogía el alma. El Santo Entierro, escoltado por una escuadra de gastadores con el arma a la funerala y sus rítmicas y sonoras pisadas; el paso de la Virgen Dolorosa y tras ella cerrando la procesión una compañía de honores desfilando a paso lento a los acordes de la música fúnebre que tocaba una banda.

Llegado el sábado, a las diez de la mañana, las cosas cambiaban. Las campanas de todas las iglesias redoblaban a gloria. Tañidos que eran secundados por las sirenas de todos los barcos surtos en el puerto porque Jesucristo había resucitado. A partir de entonces la vida en las ciudades tornaba a la actividad normal.

Hoy la Semana Santa es otra bien distinta, aunque en el fondo, como todo aquello que forma parte de nuestra historia feliz, de nuestras ilusiones pasadas, siempre queda un rinconcito para la añoranza. Ahora, es verdad que las emociones de antaño ya no son las mismas; todo es desigual, la gente aprovecha para tener unos días de descanso, ir a la playa, viajar, etc. Se come de todo. Solo guardamos el respeto o, más bien, el fervor, los que sabemos el significado de la Pasión y Muerte de Jesús.

Yo estoy seguro de que se puede intentar descubrir, allá donde vayamos, a ese Cristo y a esa Dolorosa, que siempre nos acompañan a cualquier lugar donde vayamos, con la seguridad de que los encontraremos siempre a nuestro lado, porque no son, necesariamente, incompatibles los días de asueto y disfrute con los de recogimiento y oración.