Algo tiene La Laguna y algo tiene que tener su Cristo, de lo contrario es difícil de explicar el motivo por el que cientos de personas se deciden a soportar el intenso frío y una humedad que cala hasta los huesos con el único objetivo de acompañar y ser testigo del recorrido de esta sagrada imagen por las calles del casco histórico, bajo el más solemne de los silencios.

Eran las cuatro de la mañana cuando en la plaza del Cristo se congregaban cientos de personas a la espera de que el Crucificado saliera para cumplir con las siete estaciones que le esperaban.

Frío. Hacía mucho frío, debido al aire gélido que llegaba desde San Roque y cortaba la cara.

Oscuridad en toda la plaza, pero en lo más alto la Luna llena y las estrellas observándolo todo.

Ni un ruido. Puro silencio que los primeros redobles de tambores rompieron y pusieron los pelos de punta a más de uno, cuando, tras los arcos, apareció la imagen desgarradora del hijo de Dios y desató susurros entre todos los presentes.

Nerviosismo.

Olor a incienso.

Pasos lentos y lirios morados a los pies del Santísimo.

En Santo Domingo el culto del pueblo a su Señor quedó patente con las primeras malagueñas, que secaron alguna lágrima y encogieron muchos corazones, pero el torrente se desbordó en la parada de la imagen ante los arcos del ayuntamiento. Cantos sentidos y profundamente tristes que tocaron el alma de hasta el que no se considera creyente.

Pero como tratando de restar drama a la tragedia, el día comenzó a abrirse paso y la oscuridad fue desapareciendo dejando en su lugar una impresionante gama de tonos anaranjados y azules que solo tiene el amanecer de un Viernes Santo.

El silencio también empezó a disiparse, primero con el canto alegre de los pájaros anunciando la mañana y, poco a poco, por los cuchicheos de los propios fieles que comenzaron a dispersarse, algunos de vuelta a sus casas y otros buscando donde desayunar.

La vida sigue y la próxima madrugada ya será Sábado de Gloria.