Es leyenda ya, leyenda real, lo que influyó Martín Chirino en todos los jóvenes que en los años 70 acudíamos a su magisterio para ir entendiendo el tiempo que vivíamos. Él nos hizo comprender la contemporaneidad, las revoluciones entonces reinantes, así como las contrarrevoluciones; fue, en Tenerife, donde coincidimos con él mientras esculpía la Lady Tenerife que embellece el Colegio de Arquitectos de Canarias, gozne perfecto entre las distintas generaciones que entonces coexistieron, la de Pérez Minik, la de Pedro González, la de los que veníamos con aquellos vientos.

Era como es: un hombre inteligente y tolerante, capaz de largas conversaciones con mequetrefes como nosotros, y de conversaciones igualmente densas con aquellos popes benéficos que nos llevaron, pienso, por el buen camino del entendimiento de lo que es el buen magisterio. Ni Martín ni los otros nos obligaban a nada, y mucho menos nos obligaban a rendirles ni pleitesía ni otras bobadas; nos hacían sitio al lado de donde estaban, y no nos exigían ni diezmos ni primicias. Nos ayudaron a entender, por cierto, el respeto mutuo como base de la conversación, y por esa senda nos enseñaron a ir. No sé muy bien si lo aprendimos del todo.

Es, pues, un gran hombre, del que los canarios, como los restantes ciudadanos que los disfrutan, debemos sentirnos orgullosos. Hace poco lo tuvimos en Tenerife, con su gran antológica, en la sede de la Fundación Cajacanarias, y ahora lo tenemos bien asentado en el Castillo de la Luz de Las Palmas de Gran Canaria, donde al fin está la fundación que albergará gran parte de su obra, que lo mira cuando ya él tiene 90 años y recapitula. Ahora sigue siendo el conversador que fue, más melancólico quizá, porque el tiempo te pasa esa factura, que no es mala de pagar, y sigue siendo, más pausadamente, el artista esforzado que aplicó el pensamiento a su arte para convertir en metáfora aquello que aprendió de chiquillo. Se instala la obra de Chirino, metafóricamente, en lo que fue para él el aprendizaje del aire y del martillo y de la arena en la playa de Las Canteras, cerca de donde estaban los astilleros en los que trabajaba su padre, y sobre el terreno que le llevó a descubrir, a la vez, el viento, el tiempo y la arena.

El Castillo de la Luz es deslumbrante, y brillará aún más con la obra de Chirino como la fábrica interior de sus símbolos. Debemos estar los canarios muy orgullosos de haber dado este lugar a Martín y debemos sentirnos, además, beneficiados, por encima de cualquier mezquindad que escucho por ahí, de lo que él ha hecho por nosotros, como ciudadano y como artista. No es bueno patrimonializar las herencias, y por eso advierto que no estoy tratando de hacer de la figura de Martín Chirino una medalla que debamos ponernos en la solapa: es una medalla de todos, y todos debemos mostrarla con el orgullo cosmopolita que él (como Pérez Minik, como Westerdahl) nos enseñó.

Por eso, porque creo que es de todos y de cualquiera el arte que hace y que ha hecho, me molestó sobremanera que el alcalde de Las Palmas olvidara su aire institucional y usara el acto inaugural de la fundación para afearle al presidente de Canarias que no estuviera allí. Ya se sabe por qué no estuvo Paulino Rivero, porque aun siendo la principal autoridad en un acto celebrado en el Archipiélago, fue convidado a estar como una piedra, y al señor Rivero eso no le pareció de recibo.

Estimo que en Canarias hay un grave déficit institucional, que incluye la falta de respeto entre autoridades. Me pareció poco edificante que ante Martín Chirino, este emblema, se escenificara una vez más esta falta de modales institucionales que nos distingue. Él no se lo merece porque Canarias no se merece estas malas figuras.