La primera cuestión que habría que preguntarse es si realmente democracia y populismo son términos compatibles o, por el contrario, los populismos en general lo que pretenden es adecuar la democracia, sus normas y sus reglas a una manera distinta de entenderla, creando a su vez un movimiento -casi siempre revolucionario- que termine ocupando el poder para, una vez instalados en él, hacer todo lo posible por acabar con ella. Es lo que, a través de una de las leyes de la dialéctica materialista conocida como la "negación de la negación", pretende llevar a cabo algún que otro populismo de reciente aparición en España, al "vender" a su potencial electorado la idea de que es necesario sustituir cuanto antes lo viejo por lo nuevo.

Claro está que lo que no explican estos nuevos "libertadores" es que lo que realmente pretenden cambiar es, simplemente, de régimen, o sea, quitar una "casta" para poner otra, pero con la diferencia de que este nuevo régimen, normalmente con tendencias totalitarias, fundamenta su propia existencia en principios, ideas y fines muy distintos y distantes de lo que hoy se entiende por democracia liberal. Y no hay que buscar demasiados antecedentes lejanos: el comunismo, el fascismo, el nazismo, el anarquismo, incluso algunos nacionalismos y hasta el peronismo y el chavismo, que algunos pretenden exportar para solucionar nuestros vigentes problemas.

El hecho de que nuestra actual democracia sea imperfecta no significa, de ninguna de las formas, que tengamos que romper con la Transición política, que, a través de un consenso mayoritario, nos dio la oportunidad de hacer frente con expectativas renovadas a un futuro esperanzador; y, en todo caso, lo que debemos hacer entre todos es buscar soluciones a nuestros problemas, reformando lo que se haya quedado obsoleto o consideremos que se haya convertido en inoperativo o injusto, pero una cosa es reformar y otra muy distinta es romper ese propio consenso que se plasmó en la Constitución del 78.

Porque no es sólo cuestión de buenos y de malos, que eso queda para las ideologías caducas y trasnochadas que construyen el futuro desde el rencor y la venganza, cuando no desde el puro odio hacia el capitalismo y la economía de mercado. Ni tampoco el mal radica en las élites y el bien se asienta en el pueblo, como pretenden hacernos creer y comprender para que terminemos aceptando el hecho de que la solución a todos nuestros problemas radica en la premisa de que aceptemos como "normal" que termine gobernando el pueblo -representado claro está por una selecta y escogida élite de miembros salvadores que constituirían otra nueva casta-, olvidando por el camino la condición de que en una democracia no sólo debe residir el poder en el pueblo, sino que, además, debe constituirse un sistema orgánico de contrapoderes.

Por otra parte, nadie duda de que nuestra democracia necesite de una revisión. Incluida, cómo no, nuestra Constitución. Es más, nos hemos dedicado durante tanto tiempo a defender parcelas de ideologías y de poder localista y personal que nos hemos olvidado de lo fundamental: la defensa de los ciudadanos. Y no sólo de ellos, sino de la propia unidad y cohesión de España. Como es el caso de la propia estructura política del Estado. Ningún gobierno ha sido capaz de frenar la sangría presupuestaria que implica mantener el Estado de las Autonomías, que actualmente constituye el verdadero agujero de las cuentas públicas. Por el contrario, han preferido afrontar la crisis económica sacrificando directamente a la clase media de este país, antes que regular la unidad legislativa, judicial, sanitaria, educacional y de mercado que representa la locura de las diecisiete autonomías. Ahí, en la renovación, que no ruptura, de nuestra democracia liberal es donde radica nuestro próximo reto como pueblo, como nación y como Estado.

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