No sé qué me ocurre, pero, con cada segundo que transita al otro lado, menos me llega a asombrar e incluso a desconcertar la presencia cercana de la muerte, en parte porque yo, como cualquier otro ser vivo, también camino hacia ese destino que es la nada y sin duda la única divinidad posible y real (al menos para mí) en este poblado que nos acoge con la provisionalidad más absoluta.

En el día a día somos, por fortuna, ajenos al abrazo final de la desaparición, la que es para siempre, la que no aspira a salvaciones divinas ni a reencarnaciones ni a regresos terrenales que son imposibles y, me atrevo a decir, en muchos casos hasta indeseables. El que se va, que se vaya: ley de vida. Y cada cual que luego le ponga los matices y las lágrimas que quiera. A esto, nada que objetar.

Hasta aquí no contemplo discusión posible que sea capaz de desestabilizar los cimientos de mi forma de ver y entender, aunque sí es verdad que a veces, en menos casos de los deseados, la marcha, o quizá la huida, o bien la desaparición que termina imponiendo la naturaleza, significa mucho más, bastante más que un cadáver al que se le da sepultura, con las formas y rituales que se quieran.

También a veces, y estos casos son los peores (siempre salvando las emociones extremas que imponen los ocasos de los seres más cercanos y queridos), la muerte física se lleva a la fuerza, como un tsunami de los más destructivos, la propia voz, pero no cualquier sonido o verbo, sino el mensaje, que es ejemplo máximo de la coherencia; o sea, la secuencia intensa y continua de la sensatez. Y esto, si me lo permiten, es lo peor que nos puede pasar, pues significa nada más y nada menos que un paso atrás en la posibilidad de seguir construyendo el disenso como medio de mejora social, de cambio, de redondez imaginada de la humanidad, de huida hacia la perfección, en vez del aplauso a la desintegración impuesta, lenta y aparentemente consensuada que casi siempre no deja ver ni actuar sobre lo malo que le pasa a todos los demás.

Son estas deficiencias, con sus alarmas parpadeantes y ruidosas que se van apagando, las que me hacen pensar en que las desapariciones de este lunes pasado nos vienen muy mal, demasiado mal, porque lo ocurrido a Eduardo Galeano y Günter Grass, cada uno a su manera, no significa la muerte sin más, sino que con ella se anulan dos motores intelectuales muy capaces de poner las cosas en su sitio; de crear conciencia sobre los cambios necesarios; de activar chispas que luego son calambrazos, para que la gente de una vez espabile.

Con Galeano y Grass, cada uno a su manera, se nos va un buen trozo de la tan escasa coherencia. Por esto también son pérdidas irrecuperables, mucho más en el mundo que nos ha tocado vivir y en el que hemos dejado y aún dejamos que nos moldeen.

Cada vez quedan menos atrevidos capaces de alimentar la utopía, un intangible que quizá sea el combustible que más recorrido otorga a la coherencia, al porvenir, al bienestar, al futuro verdadero de la ciudadanía.

Por todo esto lamento esas marchas, esos adioses, quizá esas huidas...; por las utopías que nos abandonan y por los fuegos que ya no alumbraran.

@gromandelgadog