Cuando yo ejercía como agente de la propiedad inmobiliaria, tenía un colaborador que era hermano de Julián, dueño del restaurante La Cruz del Carmen, y por citar dos especialidades de dicho establecimiento referirme al bacalao encebollado y al puchero canario. Bien, un día y para celebrar una operación exitosa, concretamente la venta del inmueble por parte de la familia Luz a La Caixa, en la lagunera calle de La Carrera, nos fuimos José y yo hasta San Andrés, lindo y pesquero, / el de las blancas casitas, / que se miran luminosas / allá por Las Teresitas, con letra y música del conjunto chicharrero Los Huaracheros.

Como es natural, ya en el pueblo nos fuimos a una marisquería y pedimos como entrantes unos camarones y unos langostinos para dejar hueco al pedazo de vieja que de entrada habíamos encargado, y justo después de terminar de degustar los mariscos nos traen el clásico bol con agua tibia donde introducir los dedos y manos, con su correspondiente raja de limón, con el fin de liberar las impurezas dejadas en la piel por el efecto de la ingesta de los ya mentados mariscos, y eso sí, uno para cada uno.

Y cuál no sería mi sorpresa, y no dando crédito a lo que estaba viendo, en un determinado momento veo que mi compañero de mesa agarra el bol con sus dos manos, llenas aún con las cáscaras de los mariscos, y como si no hubiera un mañana se lo bebió de siete u ocho tragos, diciéndome: "Coño, Juan, pa'' mi ver que la jodida sopa estaba medio sosa". Como es natural y para no dejarlo como un rebenque, le dije que yo pasaba de la "sopa", y lo que sí hice fue ir al baño para enjabonarme y lavarme las manos para atacar como Dios manda a la vieja, que, por cierto, estaba, nunca mejor dicho, para comérsela.

Cambio radicalmente de tema para hablarles de don Álvaro González de Paz, padre del tabaquero Alvarito, que tuvo tienda abierta en la 5ª Avenida de Nueva York, y de Enrique González, médico y famoso cardiólogo, cuyo paciente más célebre fue el obispo güimarero Domingo Pérez Cáceres, y el más asiduo mi padre.

En cierta ocasión entré en su estanco de la calle de La Carrera a comprarle una cajetilla de cigarrillos y me dice: "Como sabes, Juanito, yo siempre he fabricado y vendido tabaco, y gracias a ello y a una beca del Cabildo he podido ayudar a mi hijo Enrique a que estudiara Medicina en Cádiz y se hiciera médico, y me he enterado que el jodido en su consulta dice a todos sus pacientes que ni se les ocurra fumar. Coño, lo tengo claro, mi hijo Enrique se ha propuesto arruinarme".

Olivaradas: un fulano hablando con otro le dice: "Porque el otro día íbamos yo y Pepe", a lo que responde el otro: "Será Pepe y yo", remachando el primero: "Coño, entonces, ¿yo no iba?".

Hasta la próxima, no me fallen y el humor ha venido para quedarse.

*Pensionista de larga duración y articulista de EL DÍA