Las cosas están ya en un nivel donde uno pasa de congoja en congoja, como en una especie de juego de la oca en el que con cada salto se acerca el bicho a la casilla final, donde le van a sacar el hígado para hacer fuet. Y es que, admitámoslo, esto no puede ir mucho peor de lo que ya está. La tostada se nos ha caído del lado de la mantequilla.

Hemos vivido la abdicación de un rey al que le dieron la del pulpo por sus viajes exóticos y sus malas compañías. Asistimos a la hecatombe de los dos grandes partidos que daban mortecina estabilidad al mapa político. Nos volvimos pobres de la noche a la mañana. Y perdimos el trabajo. Y nos echaron del mundial de fútbol como agua sucia. Hemos visto el nacimiento de un nuevo poder; el de jueces y fiscales, que se han situado en la cumbre de la cadena alimentaria, entalegando a funcionarios públicos, cargos municipales, provinciales y nacionales, empresarios, sindicalistas que además de cumplir penas de banquillo pasan por la guillotina de los telediarios. Casi cada día tenemos un sobresalto, un espectáculo poco edificante, una noticia deleznable...

Pero cuando parece que ya nada más puede superar lo anterior, nos mostramos a nosotros mismos las infinita creatividad de un pueblo que fue capaz de alumbrar en un mismo parto al alcalde de Zalamea y al Lazarillo de Tormes, a Agustina de Aragón y a la Celestina. Un gobierno de derechas da una amnistía fiscal alegando que otros gobiernos de izquierda también las han dado. Y uno de los beneficiados es un exministro de Hacienda del partido que está en ese gobierno. El mismo al que pusieron al frente de un banco público quebrado para que lo reflotara en la Bolsa con una variante sofisticada del timo de la estampita. El mismo al que dan el paseíllo ante las cámaras de televisión, convocadas a tal efecto, como un triste chivo expiatorio del que intentar sacar, inútilmente por cierto, un poco de tajada política.

Desde hace ya muchos meses el naufragio de nuestra democracia ha dejado flotando los cadáveres de la integridad de presidentes autonómicos, magistrados ilustres, miembros de la casa real y un largo listado de ciudadanos notables. Sus pecados no son los de los plebeyos. No es comparable un fontanero que no declara algunas facturas a un banquero que engaña a miles de impositores. No es igual ni en la cuantía ni en la esencia de lo ejemplar que tiene ser un cargo de carácter público. Los nuevos partidos políticos que han surgido en este país no han crecido a la sombra del desencanto, sino de la ira. Por eso sus dirigentes son iracundos. Y por eso plantean derribar las estructuras y el andamiaje de una democracia que no sin razón consideran podrida.

Todos sabemos, aunque a veces no lo parezca, que existe la economía sumergida. Está enraizada en el alma de este país. En todas las profesiones y todas las empresas. Pero lo que es una penosa enfermedad en la sociedad civil es un cáncer terminal en la estructura del Estado. Un ministro de Hacienda no puede ser un defraudador de la misma forma que un sacerdote no puede ser un pederasta. Porque algo se quiebra irreparablemente en la confianza cuando los pastores se comportan como los lobos. O como las ovejas.