Los periodistas somos (por decirlo con una frase que ha hecho mala fortuna) la repera patatera. Apocopamos lo que escuchamos para titular como nos da la gana, usamos las palabras de otros a la ligera y convertimos lo que nos dicen en un resumen de lo que escuchamos, todo hecho a nuestra manera y muchas veces a nuestro antojo. Hay de todo, claro; hay profesionales muy serios que se preguntan, mientras escriben, si es cierto y ajustado aquello que están diciendo que dicen otros, y gracias a eso ha subsistido el periodismo como un elemento clave de la democracia y de la convivencia. Pero también hay de lo otro, a veces atolondradamente, sin otra intención que la de resumir para dar a entender sin saber que el periodismo es decir para explicar lo que se sabe.

Ahora, cuando me disponía a escribir de mis maestros literarios, abrí el ordenador y busqué algunos titulares de la prensa digital del día, no sólo para poner en orden mi relación con el mundo a esta hora de la madrugada en la que suelo escribir, sino también para saber si habría algún asunto más importante que ese de la literatura. Y ahí me encontré, no me acuerdo en qué periódico, una noticia que me alarmó y que me hizo pensar, en seguida, en el barranco junto al que nací.

Para los que tenemos la infancia como punto de referencia para todo lo que hacemos o memorizamos, ese periodo de la vida tiene símbolos mayores y menores. Un símbolo mayor es la tierra, el olor de la tierra, y en mi caso también lo es el barranco. Se llama Barranco de San Felipe, está en el Puerto de la Cruz y es una boca enorme (a mi me parecía enorme, de niño) que separa nuestro barrio en dos. Por decirlo familiarmente, a un lado estábamos nosotros, mis padres, mis hermanos, mi casa, y la casa de mis abuelos, que estaba enfrente de la nuestra, separada por el barranco. A veces me subía, de niño, a la escalera de cemento, me situaba delante del parral desde el que mi abuelo me puso en la boca la primera uva que comí en mi vida, y desde allí saludaba a aquel hombre saludable y asmático que domaba burros y se reía como si siempre estuviera contento.

En ese barranco los chicos buscábamos chatarra que luego vendíamos a mi tío Perico, en La Orotava, donde él tenía su factoría de objetos inservibles que se convertían luego en cigüeñales. Esa aventura de buscar en el barranco nos familiarizó a los chicos con ese escenario, donde había cuevas y bosquecillos y tinieblas, que poco a poco fueron la materia tangible de los sueños de nuestras aventuras.

Me viene mucho a la memoria ese barranco, donde vi reír a mis padres, habiendo vencido ambos los efectos de una inundación que los separó por un rato. Pero esta vez me acordé del barranco porque, mientras leía ese titular con que me despertó el día, lo imaginé cubierto de lava y de fuego, objetivo de una inundación incendiada que podría acabar con todo, también con la inolvidable casa de mi infancia.

Ese titular no respondía a la realidad, en seguida que seguías leyendo. Decía el periódico que el Teide podía explotar como el Cabulco de Chile, que en estos momentos estaba lanzando sus cenizas y sus lapilli y todos esos objetos que hace no sé cuántos centenares de años produjo también ese bello volcán que nos preside. Me dio un vuelco la vida, imaginé esas lenguas de fuego bajando por nuestro barranco e imaginé a mi madre disbruzada (así decía ella para explicar que se cruzaba de brazos sobre un soporte) en la escalera de cemento, admirada y aterrada ante aquel espectáculo dantesco.

Ese fue el titular: el Teide puede explotar. Luego seguías leyendo; el científico que hacía esa comparación tinerfeñochilena explicaba que, en efecto, eso podría ocurrir, y añadía: "pero de ningún modo eso puede suceder ahora". Ah, qué alivio.

El titular es un arma cargada de incertidumbre, si no se completa adecuadamente cada uno de los vectores de la información. Hasta que no llegó ese "pero ahora no" yo me vi arrastrado por las lenguas de fuego del barranco. Ahora el barranco sigue intacto en mi memoria, lleno de chatarra por descubrir, de cuevas, de plataneras y de periódicos rotos entre los cuales seguro que habrá alguno con titulares como ese, tan atrevidos como inexactos.