A la hora de repartir sus dones a todos los entendimientos, la pródiga Fortuna dio el más simple de ellos al escéptico -afirma Javier Gomá-, al "cínico filósofo de la sospecha, sutil crítico de las ideologías, debelador de tradiciones metafísicas y osado deconstructivista". Viene a decir, con ironía, que lo más fácil es encontrar los límites de cualquier pensamiento ético y criticarlo. Y este es el camino emprendido por buena parte de la filosofía actual de cuño postmoderno: explorar los límites de la verdad y exponer las carencias de fundamentación absoluta que conlleva toda propuesta ética.

Otro filósofo contemporáneo, Alejandro Llano, dibuja esta situación intelectual con la preciosa metáfora del poeta Heinrich von Kleist: "El paraíso está cerrado y el querubín se halla a nuestras espaldas; tenemos que dar la vuelta al mundo para ver si el paraíso no está quizás abierto en algún lugar del otro lado, detrás de nosotros". Lógicamente, ese paraíso perdido es el de la verdad ética. Y concluye Llano: "La cultura moderna y la existencia actual se presentan como impregnadas de esta conciencia desencantada de encontrarse fuera del Paraíso, en la prosa del mundo y en su red de discordancias irreconciliables". Pero con estos planteamientos teñidos de escepticismo y desencanto no se resuelve lo que Gomá designa como "la cuestión palpitante", en referencia a la necesidad de ofrecer un pensamiento que ayude a "la reforma de la vulgaridad".

Las corrientes postmodernas, en su apuesta por la razón débil, han conseguido que se conozcan los límites de toda propuesta filosófica: bienvenidos sean sus logros. Es tiempo de humildad filosófica, por tanto; pero también de grandeza por tantas aportaciones. Ya no buscamos la única verdad filosófica, porque sabemos que toda propuesta parte de la elección de algunos supuestos. "En toda metafísica, en cuanto que ninguna es la única posible, hay un momento de decisión. Resulta entonces que no se trata de un saber puramente teórico, ya que se eligen puntos de partida y caminos a seguir. Bien es cierto que la decisión no tiene por qué ser arbitraria", nos aporta de nuevo Llano en una obra escrita junto con Fernando Inciarte.

De ese libro extraigo una sentencia que puede contribuir a la solución equilibrada entre los planteamientos opuestos de los que niegan toda posibilidad de conocimiento ético verdadero y quienes pudieran pensar que existe una verdad absoluta en ética. "La única base desde la que se puede evitar el relativismo no es la verdad en sí misma, sino la pretensión de verdad y con ella el mantenimiento de la posibilidad de la verdad".

En la última intervención pública de Julián Marías -el gran filósofo español fallecería un año después, en 2005- narró un recuerdo de su niñez: "Cuando yo tenía seis años y mi hermano nueve nos aislamos un día detrás de una puerta y nos comprometimos seriamente a no mentir nunca. No he faltado a sabiendas a esa promesa (...). He sentido toda mi vida pasión por la verdad".

Me parece necesario recuperar la pasión por la verdad, una vez aprehendidos sus límites y riesgos. También, no perder de vista los peligros de una noción excesivamente débil de la verdad. Hannah Arendt exponía la penosa situación del escéptico al analizar el totalitarismo: "El objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción, entre lo verdadero y lo falso".

"La pretensión de una verdad pura, objetiva o completa es una empresa imposible. Lo que hay es la verdad sin adjetivos, la que alcanzamos diariamente por medio de nuestro conocimiento y nuestras acciones", explica José María Torralba. Buscar la verdad y proponerla: nada más, pero nada menos. Afirmaba Simone Weil que "el amor a la verdad va siempre acompañado de humildad". O sea, que el peligro es el fanatismo, no la verdad.

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