Los politólogos de la Complutense, por mucho que asesoren a regímenes populistas americanos, no son primeras fuentes de pensamiento, sino segundas; lo que dijo Sartre de Camus a cuenta de El hombre rebelde.

En el panteón de divinidades podemitas, además de Antonio Gramsci está entronizado Ernesto Laclau. La entrevista en El País a Chantal Mouffe, viuda y colaboradora de este último, permite conocer la base teórica de Podemos con más claridad que por ellos, más decantados por los sortilegios mediáticos y la agitación política.

Mouffe habla claramente de la transversalidad y de la superación de izquierda y derecha como las conocemos hasta ahora. Cita a Giddens y Tony Blair cuando afirman que ya solo hay clases medias, marginalidades aparte. Lo mismo vienen a decir los discursos de Rajoy, Sánchez y Rivera, que las citan con igual énfasis.

Pero lo que resulta decisivo es que la que sería la extrema izquierda haya suplantado a la clase trabajadora por la gente, o multitud en el caso de Antonio Negri. La clase trabajadora ya no es sujeto histórico, ni siquiera político-social. Desde el siglo pasado pensadores y científicos sociales nos habían enseñado que su nicho ecológico o modo de producción impedía hablar ya de sociedades de clases. Bajo ese prisma es como debe observarse la generalizada descomposición moral de los sindicatos, sin capacidad intelectual ni ética alguna para la renovación o el análisis crítico más modesto. Herrumbrosos buques fantasma a la deriva.

Mouffe y Laclau sostienen cómo se han producido nuevas fronteras, que son las que antagonizan la gente y la casta, y que el populismo no necesariamente ha de ser de derechas, sino que puede ser de la gente, al incorporar las pasiones que presiden la participación política, que me parece la única novedad del discurso. Equivaldría a la hegemonía cultural, que es donde aparece el tan citado Antonio Gramsci.

A este teórico marxista le cupo la gloria de, anticipándose a su tiempo, extirpar lo que fuera una lacra para los partidos comunistas como el español: la dictadura del proletariado, contundente dominación estatal de la clase obrera hasta el comunismo. Gramsci la sustituyó, como un alquimista, por la hegemonía ideológica del bloque dominante, o sea, por las buenas. Los eurocomunistas de Carrillo, Berlinguer y Marchais lo invocaban con unción en los 70 del siglo pasado.

Los podemitas deberían saber por Venezuela que la dominación se impone al consenso. La hegemonía en Gramsci era persuasiva y racional, no irracional, hipnótica, tribal.