El péndulo va y viene. De un extremo al otro. Un día truena y nos acordamos de santa Bárbara. Luego escampa y la mandamos a la capilla. Padecemos una sociedad amnésica, efervescente, compulsiva y necia para lo que todo es un gran problema urgente. Hablamos de lo mal que lo hicimos en la época de las vacas gordas. De cómo nos comportamos como una irresponsable cigarra, en vez de una laboriosa y previsora hormiga; cómo no ahorramos, cómo no fuimos más austeros y responsables. Pero la verdad es que volveríamos a comportarnos exactamente igual en las mismas circunstancias.

Cuando llegaban oleadas de inmigrantes ilegales en pateras a Canarias nos ahogamos en la inmensidad de un problema humanitario que nos superaba. Nuestras playas eran el lugar del desembarco de la pobreza extrema, la primera frontera del paraíso prometido para los hijos del abandono.

Escribimos ríos de negra tinta especulando sobre las mafias que transportaban a esa pobre gente, erigimos sesudos editoriales sobre el derecho a la esperanza de los que nada tienen, escuchamos a buenas almas decir que no se podía devolver a esos inmigrantes al infierno del que venían y a otras buenas almas decir que si abríamos las fronteras para la entrada ilegal de personas en unos pocos años este país reventaría. Metimos a miles en centros de internamiento, prisiones llamadas centros de acogida. Los devolvimos, a veces sedados, en aviones, acompañados de policías a los que pagábamos horas extras. Y siempre pagando una cuota por cada persona al país africano que se encargaba de acogerles y darles quién sabe qué destino.

La gran rueda del negocio rodaba bien engrasada por el Atlántico: mafias que alquilaban barcos y que cobraban el viaje hacia las primeras playas de la rica Europa saliendo desde países que se tapaban los ojos y que cobraban después por volver a recibir a los mismos que habían huido inútilmente del infierno. Menos los que se habían quedado para siempre en el fondo de un océano terrible y frío.

Luego, los pobres subsaharianos dejaron de venir. Los centros de internamiento se vaciaron. Las hojas de periódico volaron amarillentas. Los preocupados habitantes de la ultraperiferia de Europa, esas buenas almas que cobran subsidio de desempleo y pensiones de incapacidad laboral, que pagan impuestos y la cuota del canal plus, se olvidaron de ellos. Las pateras se quedaron en el recuerdo como una pesadilla que nunca volvería a pasar. Y el África pobre siguió existiendo allá lejos. Muy lejos.

Hemos cambiado de tumba. Ahora se hunden en las profundidades del Mediterráneo. Mil setecientas almas en lo que va de año. Sólo los gobernantes africanos han sido peores para África que los europeos. Las democracias se han enajenado de los problemas del vecino. Practicamos la caridad distante y el comercio selectivo. El desinterés. Pero no hay vallas suficientemente altas, ni mares suficientemente grandes y fríos, para impedir que los que nada tienen que perder asalten las fronteras del cielo. Ese que les mostramos por la televisión. Y aunque hoy no nos interese, aunque hoy no sea nuestro problema, mañana llegará una nueva patera a nuestras costas. Y luego otra. Y luego cientos.

Y no podremos gritar que viene el lobo. Ya nadie nos hará caso. Será tarde. Además, en realidad el lobo somos nosotros.