Comprendo la desazón de Esperanza Aguirre. Entiendo que quiera retirar a los mendigos de las calles de Madrid. No existe nada más antiestético que la miseria. El corazón de la cultura de acción católica de la que deviene la señora Aguirre es aquella que ponía un pobre a la mesa pero en la del servicio y una noche del frío diciembre de cada año. Porque la exhibición de la pobreza es un insulto insoportable que recuerda la imperfección de las obras de Dios.

Esperanza Aguirre debe padecer ese famoso síndrome de Stendahl, que arrebata a las personas ante la visión de la belleza. Pero al revés. A ella lo que le pasa es que la visión de la fealdad le produce una profunda agonía. Y no existe nada más feo que una capital donde hay dos mil personas, mendigo arriba o abajo, vagabundeando por las calles y mostrándole la cara más amarga de nuestro perfecto mundo feliz a los millones de turistas, incluidos, ¡oh bochorno!, los chinos de la China comunista. Se trata, pues, de sacarlos de la vista, para que Madrid luzca más bonita. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Hay gente que se pierde por la vida. Que se extravía. Y gente a la que la vida les hace un par de putadas y les deja tirados en cualquier cuneta, con cara de no entender nada. Hay pobres que nacen y pobres que se hacen. Ahora casi son más los que se hacen. Y en cualquier recorrido por la geografía de la miseria que duerme en los bancos y soportales de nuestras calles es fácil encontrar una confusa amalgama de naufragios alcohólicos, dolencias mentales o desgracias personales. Historias terribles, entreveradas de excusas e inventos, cosas tan humanas que podría pasarnos a cualquiera de nosotros -los que no habitamos la calle- a condición de que se dieran las circunstancias adecuadas.

He tenido la desgracia de ver a compañeros de profesión transformados en mendigos. Y he visto a gente de corbata y traje de paño convertidos en esqueletos con los pantalones orinados, abandonados como barcos fantasma en los sargazos de nuestras plazas y jardines. Al contrario que Aguirre, cuando los veo siento miedo. Me aterra un mundo que es capaz de transformar en carne de picadillo a gente que fue felizmente capaz de ganarse la vida. Me espanta la fina línea que separa la cordura cotidiana de una resignación vencida. Pero no por eso tengo derecho a borrarlos del mapa de sus propias vidas.

Comprendo que Esperanza Aguirre quiera apartar de su sensible vista tanta imagen de fracaso social. Es una pena que esa pobre gente pobre siga siendo, por ahora, miembros libres de una sociedad democrática. Y resulta un inconveniente, también, a los efectos estéticos de la ética del PP madrileño, que las calles sean un espacio público donde todo el mundo tiene derecho a ser y estar. Tal vez Aguirre, si se olvida de Esperanza, sea capaz de inventar una solución final para eliminar tanta molestia. Hoy por hoy su propuesta no es una ocurrencia, es una delicada hez política. Dicho en plata, una mierda. Con perdón.