Los periodistas somos seres especiales..., pero no tanto. Somos especiales del mismo modo que son especiales los saltadores de pértiga, los pescadores de altura, los vendedores de lotería o los salteadores de caminos. Cada uno en lo suyo. Nos distingue, si acaso, el poder que tenemos para transmitir lo que se sabe (o lo que se intuye o rumorea) de forma que se pueda repicar en todo el mundo o por lo menos en nuestra comunidad. Ese poder, puesto en manos de cínicos o de depravados o de corruptos, es inmenso y puede causar inmenso dolor, pues, como decía el admirado Eugenio Scalfari, este es un oficio cruel..., cuando está hecho por gente que no presta atención al dolor que puede causar si no administra bien esa capacidad de daño que albergan los bajos instintos del oficio.

Así que somos seres normales y corrientes a los que se nos han dado capacidades que cualquiera podría desarrollar si tuviera a mano un periódico, una radio, una televisión o cualquier otro medio de los que ahora abundan. Este hecho, el que abunden ahora otros medios que escapan a los controles éticos tradicionales, ha convertido en un infierno (o en un paraíso: según como se usen) las capacidades comunicativas de las personas. En Internet, por ejemplo, tienen su cuna el Twitter y el Facebook, sobre todo, que son contenedores de comunicación y en los que, sin otros requisitos que el de juntar las letras, puede decirse exactamente todo lo que nos dé la gana. Esta semana salió a la luz el caso de una joven periodista de televisión (pudo haber sido un doctor, un albañil o un futbolista: cualquiera es reo de la inmensa comunicabilidad de que goza, o sufre, hoy la vida) que fue acosada de la peor de las maneras desde las distintas redes sociales por algunos facinerosos que la insultaban, la vejaban y la hicieron perder el equilibrio emocional y profesional. Cuando ella, que se llama Lara Siscar, denunció el caso a Twitter, la compañía que albergaba sobre todo esos insultos respondió que no podía hacer nada. Actuó la Policía española, que finalmente detuvo a uno de aquellos insultadores que le hicieron la vida imposible a Lara.

Llevado a la máxima expresión del uso del poder decir sin frenos sobre otros, ese es un caso extremo. Pero asistimos cada día, por desgracia, al uso de los medios (las redes sociales y los medios tradicionales) para dar rienda suelta a nuestras opiniones y a nuestros denuestos ignorando las bases del oficio; en el caso de Twitter u otras redes no hay ni ley (o no se aplica) ni obligaciones: cualquiera puede lanzar rumores o insultos, palabras duras sin la salvaguarda ética que controle su uso, con el solo propósito de dañar o de señalar a alguien para que sea perseguido. Esa capacidad de daño de la que hablaba Scalfari (que es el autor de esa definición noble del periodista: "Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente") proviene del cínico que todos llevamos dentro; la maldad humana existe, vive en nosotros, las normas éticas que nos damos los ciudadanos sirven para acallar ese monstruo.

Esta semana decía Mario Vargas Llosa en la Fundación March de Madrid que, en efecto, ese mal, el cinismo, la maldad, la capacidad de hacer daño, está en nosotros, y depende de nosotros que no despierte. Lo hacía a propósito del cuento de Juan Carlos Onetti "El infierno tan temido", a su juicio el mejor de la lengua castellana en el siglo XX. En "El infierno tan temido" se explica una situación que se parece, en cierto modo, a la que sufrió Lara Siscar y a la que sufre tanta gente que, por pereza o porque conoce la lentitud de las leyes, no lo denuncia. Ese cinismo con que se daña está dañando a su vez al periodismo, y no estaría mal que todos estemos alertas frente al monstruo.