La luna estaba tan rebosante que la luz del día no daba para apagarla. En el parque, la sequedad permanecía omnipresente, el calor era pura dictadura y los árboles pequeños buscaban refugio en la sombra de los más altos y frondosos. Aquello era lo más parecido al infierno, y el infierno esta vez se dibujaba en una cancha descascarillada de patio de colegio. A un lado, un grupo de cinco; al otro, igual número pero formado por caras sucias de otro curso. Unos contra otros, y luego el sol, arriba, en pleno centro, castigando de lo duro.

Habían dado las 11.30 y el bocadillo se postergaba hasta los prolegómenos de la señal de vuelta al aula, la segunda parte del día. El calor castigaba tanto como había avanzado la previsión meteorológica. "Esta vez, ¡por fin!, no se han equivocado...", vacilaban algunos funcionarios apostados en la puerta del entra y sale sin descanso.

En esa zona de tránsito, una realidad; más arriba, en el piche del poli, otra, justo la del momento en que Minguito abre los ojos tras lastimosa patada. Más zumbado que una maraca, el pichichi del cole mira al cielo y no ve el sol, oscurecido por la pelota que entonces subía y ahora baja a toda velocidad, y ya, sin opción de golpearla, rebota en su cabeza de chinijo para colocarse en un poyo repleto de restos de papel de aluminio. Allí se desplaza el defensa central de su equipo, el que entonces mandaba en el ataque, y de allí la extrae. Allí mismo la besa varias veces, no sin antes pasar por el cuero rugoso de tanto peloteo una camiseta sucia por la mezcla de polvo, sudor y moco.

Con el balón debajo del brazo y una sonrisa contagiosa, Eufemiano hace el camino de vuelta sin dejar de rezar y de someterse a la voluntad benigna de todos los dioses posibles: los conocidos, los virtuales y los creados en ese mismo momento. Todo es para que esta vez Minguito no falle, la única manera de cantar victoria al menos una vez entre todas las previstas a largo del curso.

Eufemiano era un chico de fe, que por algo había aceptado lo de ser monaguillo, no solo por imposición familiar, claro. No sin antes volver a besar el balón, se lo cede a Minguito, ya recuperado del patadón contrario, de la gamberrada forzada por el contrincante para demorar el que se presumía como gol seguro.

En la grada había de todo, hasta un funcionario obligado a la guardia que rebajaba su excesivo peso a base de goterío contra el pavimento. También había seguidores de uno y otro bando, y por supuesto amagos de novias, algo más que amigas, colegas de medio pelo y los de verdad. Todo el mundo miraba a esa área, donde se iba a decidir lo más importante del tiempo que siempre transcurre entre las 11.30 y las 12.00 de los martes.

El esférico, desinflado y lleno de moratones, hacía tiempo que había regresado de su viaje al poyo. Pese a la insistencia y la delicadeza que el delantero ponía para dejarlo dentro del círculo, los gongos de la pelota la hacían inestable, solo hasta que apareció la piedrita.

Minguito suda y suda, está exhausto, parece que se va al suelo... pero el aliento de la grada, de los suyos, y la necesidad de al menos ganar uno (hasta el funcionario guardián lo apoya en ese maldito trance) lo condujeron hacia el balón, a soltar la pata izquierda con precisión y a meter por donde el portero nunca puede hacer nada. Fue el no va más, pero no pudo disfrutarlo.

Lo siguiente ya consistió en un despertar lento en el hospital, bajo la sombra, con la frescura del aire puesto a toda pastilla y teniendo que aplaudir que a Ronaldo esta vez sí le pararan el penalti. Lo decía la tele. Minguito soltó un "bieeeen..." muy largo y en voz alta. Luego se echó a dormir como un angelito. El de la cama de al lado, otro pipiolo, no paró de llorar toda la noche.

Así, con fondo de pena máxima y algarabía de fútbol, se hicieron amigos para siempre. Y así mismo el adulto Mingo lo volvió a recordar muchos años después, apretándole la mano en su lecho de muerte. "¿Te acuerdas, amigo Emeterio? ¿Te acuerdas...?". Esa noche Mingo tampoco dejó de llorar.

@gromandelgadog