En primer lugar, porque nos hacía caso. Don Emilio Lledó, que era un hombre de menos de cuarenta años cuando vino a enseñarnos Filosofía (Fundamentos de los Sistemas Filosóficos, o algo así, se llamaba su asignatura) a la Universidad de La Laguna, nunca nos habló desde el estrado, aunque lo ocupara con dedicación, hondura y eficacia. Al contrario: hablaba desde el estrado y a nuestro nivel, para que lo entendiéramos.

Entender a alguien es una forma de quererlo. Como él era tan sencillo y tan próximo, primero lo quisimos y después lo entendimos. Como era habitual (y como sigue siendo habitual, por desgracia) nosotros llegamos a la Universidad con un bagaje intelectual muy escaso, o al menos el mío cabía probablemente en una caja de zapatos.

Lo que consiguió Lledó de muchos de nosotros no fue que nos hiciéramos filósofos de la noche a la mañana, sino que nos adentráramos en el respeto por la duda y por tanto en la necesidad del saber como método de conocimiento y como modo de hacernos personas.

Esas eran sus obsesiones explícitas: no nos hacía exámenes, o por lo menos no nos hacía exámenes convencionales, y nos dejaba evolucionar en libertad en torno a libros que cada uno aportara a lo que él nos fuera diciendo. En aquel tiempo (hace medio siglo, nada menos) a mi me interesaban muchas cosas poco interesantes, pero él les dio sentido, las acogió con enorme generosidad intelectual y me hizo pensar que yo iba por el buen camino.

Poco a poco él mismo me condujo mejor pero nunca me afeó que no hiciera sino tonterías. Lo quisimos y lo entendimos porque constituyó en seguida ante nosotros la figura de un maestro, al que acudíamos como se acude a un padre o a un amigo en el que tengamos puestas nuestras preferencias. Tanto en sus clases como en su comportamiento civil era un hombre educado y atento; ahora lo sigue siendo.

De hecho, pensé en estas cosas, en por qué lo queríamos y por qué lo entendíamos, escuchándole la clase que dio en la Casa del Lector, de Madrid, el mismo día en que se conoció esta semana la noticia de que le habían dado el premio Príncipe de Asturias de Humanidades. Él tenía esas clases apalabradas; de hecho ya había dado una, y le correspondía dar otra la tarde en que ya se sabía que a todos los premios que tiene le añadían uno más, merecidísimo, porque si alguien en esta lengua ha hecho algo por las Humanidades ese es don Emilio Lledó.

Así que fui hasta la Casa del Lector, que está en lo que fue el Matadero de Madrid, y allí estaba él, como en los viejos tiempos, con su carpeta de apuntes (en griego, probablemente), equipado para hablar de Epicuro. Contó allí algo que me confirmó las características que hicieron de él el extraordinario maestro que sigue siendo hasta hoy y desde nuestra propia juventud: les dijo a sus alumnos que el trajín del día le había impedido preparar adecuadamente su clase. Por lo que dijo, no sólo toma notas y establece el ritmo de la clase como un músico prepara su pentagrama, sino que antes de la clase propiamente dicha busca unas horas para reflexionar, para pensarse el ritmo de lo que tiene que decir como si se concentrara para defender una tesis doctoral.

Luego empezó la clase propiamente dicha. Se concentró el maestro con tanta atención que me resultó emocionante: en lugar de decir las vaguedades que se dicen cuando se sabe mucho de algo y ya se ha contado muchas veces, este Lledó de 87 años parecía el Lledó de 37: claro, conciso, abundante en reflexiones al hilo de los datos que ofrecía, les explicó Epicuro a los estudiantes con la brillantez educada del que está aprendiendo al mismo tiempo que enseña.

Por eso, por esa dedicación educada y profunda, queremos tanto a don Emilio: porque nos respetó desde el estrado y porque nos hizo respetar el entendimiento como la base del respeto a las ideas y a las personas.