"Somos mejores nosotros que nuestros mayores? ¿Supone cada generación un avance moral respecto de la anterior? ¿Es la edad contemporánea más virtuosa que la moderna, y esta que la medieval o la antigua? ¿Progresa, en suma, la humanidad como tal?". Estas decisivas cuestiones las he recogido del libro Ejemplaridad pública de Javier Gomá. Este brillante filósofo plantea interrogantes encaminados a conseguir una mejora ética, fruto maduro de nuestras decisiones personales meditadas.

La noción de "progreso" nace en la Modernidad, desbancando a la creencia dominante hasta ese momento, según la cual la Antigüedad suponía una fuente insuperable de normatividad -utilizo la palabra creencia en el sentido que le da Ortega y Gasset, de convicciones vigentes compartidas-. En la mencionada obra, Gomá explica cómo en el siglo XVIII se cuestionó si las ciencias progresaban con respecto a los conocimientos clásicos. Asimismo se preguntaron si ese progreso lineal se daba en el ámbito de las artes. O sea, si es mejor la literatura de Cervantes que la de Homero o si es inferior la escultura de Miguel Ángel que la de Fidias, por ejemplo. La respuesta a estas cuestiones, después de mucho debatir, se resume así: "¿Progresa la ciencia? Sí. ¿Progresan las artes? No".

Pero entonces, el filósofo español plantea la cuestión decisiva: "La pregunta ahora más difícil de responder es la que se planteó Rousseau en aquella tarde de 1749: la de si existe el progreso moral". Y su respuesta necesita una explicación, porque de una parte es positiva y de otra negativa: sí y no.

Sí, porque nuestra libertad ha crecido, en especial en el siglo XX, hasta cotas que jamás se habían alcanzado. Somos jurídica y políticamente más libres que en cualquier época anterior, y esto favorece el avance moral. No, ya que esto no justifica por sí solo que seamos mejores, porque "la libertad puede ser ejercida para el bien o para el mal, puede hacerse un uso virtuoso o defectivo de la libertad, y una mayor libertad representa una mayor capacidad para construir, pero también para destruir los cimientos morales de una sociedad".

Esta sobresaliente explicación golpea nuestra conciencia en el sentido de que deja el adelanto moral en nuestras manos, bajo nuestra responsabilidad personal. En consecuencia, se torna urgente la necesidad de comprender cómo administrar nuestra libertad para hacer el bien y evitar el mal, ahora que parecía el tiempo en el que los seres humanos habrían alcanzado la emancipación de todo -reglas morales incluidas-, ahora que se anunciaba la época del abandono de las normas éticas. Por el contrario, habremos de seguir planteándonos en qué fuentes de moralidad abrevar para no embarrancar el precioso proyecto heredado, con las maravillosas cuotas de libertad alcanzadas.

Ahora que somos libres e iguales, que nuestra dignidad está más protegida que nunca, resulta importante subrayar que los demás merecen un gran respeto y que para lograrlo hay que esforzarse por mejorar la propia vida. Y que esta tarea no la hace el progreso por nosotros. Como explica Gomá, hay que encontrar una armonía entre la individuación y la socialización. Y esto supone hablar de formación moral, sin contraponer esta cuestión con la democracia contemporánea, como a veces se postula con superficialidad.

Las palabras del autor de Ejemplaridad pública, Javier Gomá, suponen un valioso estímulo para retomar la cuestión de la educación moral, la lucha por mejorar la propia vida y el esfuerzo -ascesis- para lograr una conducta más ética: "Un día de verano de 1908, Rilke, paseando por un museo de París, contempló la cabeza de Apolo y ante esa belleza perfecta del dios griego sintió súbitamente la invalidez y la falsedad de su existencia y al punto, procedente de lo profundo de su conciencia, escuchó un mandato que le decía: Tienes que reformar tu vida". Así alcanzaremos la dosis de urbanidad suficiente para saber responder al interrogante decisivo: "¿Por qué la civilización y no la barbarie?".

@ivanciusL