La mayoría de los analistas ya han adelantado quién va a ganar hoy las elecciones: la abstención. Pero a pesar de que los últimos años han sido un huracán de decepciones políticas, es posible que aún haya mucha gente que siga acudiendo a las urnas para elegir a unos ciudadanos que gobernarán en su nombre durante cuatro años.

Aunque a muchos jóvenes les parezca increíble, la política, los partidos y los políticos, fueron durante algunos años el oscuro objeto de la admiración de este país, que salía de las penumbras de la falta de libertades públicas. A los cargos públicos se les aplaudía por la calle y se les admiraba en la televisión. A los políticos sabios, como el profesor Tierno, se les enterraba como a los toreros, entre flores y lagrimas. Luego vinieron otros tiempos. De deslealtades. De guerra sucia. Y los partidos y los políticos acometieron la tarea de suicidarse entre insultos, denigrándose unos a otros, exhibiendo ante la sociedad la mediocridad más tenaz y valorando mucho más a las manzanas podridas que a la silenciosa, hastiada y muda gente normal.

Miro a este país y recuerdo. No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que no podíamos leer los libros que queríamos ni había otro cine que el que decidían unos pocos. Hubo un tiempo en el que cuando un policía te paraba en la universidad podías desaparecer dentro de una furgoneta gris sin que nadie pudiera impedirlo. No todo era terrible, no te creas. España no era una cárcel. Pero si te apartabas del buen camino nacional católico, el sistema se ocupaba de ti con eficacia.

Cada vez son menos los que van a votar con ese recuerdo flotando en la memoria. Los hijos de la democracia piensan que es tan natural como la luz o el aire. Nacieron con ella y piensan que es parte del paisaje. Pero no lo es. Aunque hubo gente que trabajó, luchó y pagó por ella, básicamente llegó como consecuencia del hecho biológico de que la momia del general Franco dejó de funcionar. Fue como un parto tardío, pero de una criatura tan débil que estuvo a punto de morírsenos entre las manos en más de una ocasión.

El miedo solo se siente en la proximidad. No existe un temor retrospectivo. Los que hoy ven a un guardia civil con bigote y tricornio pegando tiros en el Congreso de los Diputados no sienten más que curiosidad por una época donde pasaban cosas tan extrañas. Tal vez un poco de vergüenza por un país europeo donde un deficiente intelectual, acompañado por una manada de obedientes idiotas, fue capaz de abochornarnos ante el mundo. Pero quienes lo vivieron saben muy bien que en aquellas horas se nos vino a la boca el regusto amargo del miedo cerval a los de siempre, a los violentos, a los militares golpistas que han sido la cara y la cruz de este país de curas y soldados.

Era un país donde el terrorismo mataba a diario. Donde morían veinte personas inocentes con una bomba en un gran supermercado, se daban tiros en la nuca y se escuchaba el ruido de sables en los cuarteles. Un país en el que los militares y sus partidarios insultaban a los políticos en los entierros porque querían responder a la violencia con la violencia y al Ejército en el País Vasco. Parece que fue hace miles de años, pero fue ayer mismo.

Quizás porque yo sí recuerdo todo eso, hoy iré a votar. Porque dentro del sobre va una carta invisible escrita a la libertad. Las primeras veces votamos para defenderla de los fachas, de quienes querían un fracaso de las consultas populares. Ahora toca defenderla de un enemigo peor: la decepción. El desánimo hasta el que nos ha llevado la mejor generación política de incompetentes que ha tenido este país.

Mañana tendremos nuevos resultados para nuevos gobiernos. Y nuevos y viejos problemas que resolver. Pero hoy se deciden solo dos cosas. Los que van a votar y los que no. Respeto a los que no vayan. Les entiendo, hartos y cansados de este espectáculo. Pero la solución no es cerrar el teatro, sino cambiar los actores. Por eso hoy yo estaré con la minoría que irá a votar y a perder.