El mar se rizaba de blanca espuma con un viento que presagiaba tormenta. Las nubes, en el horizonte, se juntaban como ovejas asustadas, oscureciéndose poco a poco al abrazarse. En el puente de mando del gran barco, con la nariz aguileña apuntando a la proa, la barba arisca y los ojos clavados en un lejano más allá, el orgulloso capitán masticaba en silencio su pipa marfileña. La primera gran masa de agua chocó contra la borda llevándose por delante a todos los que estaban en cubierta. Con el rostro pálido y crispado de miedo, el segundo de a bordo entró en el puente de mando junto con una ráfaga de viento y agua.

-¡Mi capitán! ¡El barco no va a aguantar con este rumbo lo que se nos viene encima! ¿No deberíamos poner proa a las olas?

Impávido, el viejo marino de barba blanca clavó en su segundo sus ojos de acero. El hombre se empequeñeció visiblemente acobardado y humillado ante la serenidad que transmitía el superior al mando. La marinería les observaba en silencio.

-No cambiaremos de rumbo. Vamos por el buen camino.

La segunda ola golpeó al barco por babor y lo hizo inclinarse peligrosamente hasta el punto de que algunos llegaron a pensar que aquel bicho iba a dar una vuelta sobre sí mismo. El miedo al naufragio se expandió como un zarpazo salvaje por todos los corazones del pasaje. Hasta los más avezados marineros, acostumbrados a mil tormentas, mostraban en los ojos la sombra de un irrefrenable temor.

La puerta del puente volvió a golpear sobre el mamparo, al abrirse para dar paso a un grupo de pasajeros. Uno de ellos, actuando de portavoz, dio un paso al frente para enfrentarse al capitán, que había girado en su sillón para mirarles.

-"Capitán. Venimos en nombre de los pasajeros porque estamos seguros de que el barco, de seguir el actual rumbo hacia el corazón de la tormenta, terminará hundiéndose. Queremos que nos ponga a salvo. Le imploramos que nos lleve a un puerto seguro. Dé media vuelta y huyamos de aquí.

Con la lentitud del movimiento de un glaciar y la frialdad de ese mismo hielo, el capitán se puso en pie encarándose con la proa y el horizonte. "Allá adelante -señaló hacia la cresta de las olas- está nuestro destino. Y nadie me convencerá de que cambiemos nuestro rumbo. Váyanse".

De nada sirvieron las súplicas de los pasajeros, que fueron expulsados del puente. Ni el miedo de los tripulantes, convencidos de un inminente naufragio. Las olas siguieron golpeando con denuedo el maltrecho buque, arrasando la cubierta y diezmando a los tripulantes, que caían por la borda hacia los brazos de la tormenta. Hasta que una brutal ola de unos catorce metros de altura, con un peralte casi vertical, impactó contra la amura de babor, rompiendo el casco como si fuera de papel.

El barco, abierto en canal, se llenó de agua y empezó a escorar rápidamente. Mientras se escuchaban los desesperados gritos de auxilio de aquellos que veían sus vidas anegadas por el océano, el capitán, Mariano Rajoy Brey, se mesó la barba calmosamente y exclamó, mientras el puente se hundía entre las olas: "Vaya, vaya. Parece que nos hundimos". Y se fue al fondo con su barco, su tripulación, su pasaje, su pipa y su puñetera flema británica.