La reacción de la madrileña Esperanza Aguirre a la elección de Manuela Carmena como alcaldesa de Madrid no esconde sólo un ejercicio de vanidad por parte de la tronante lideresa del PP. En una serie de volantines curiosos (y peligrosos), primero le ofreció apoyo al socialista Carmona, para desbancar a Carmena, y luego abrió la posibilidad de un frente contra Podemos y, ella fue la que lo dijo, los soviets que estos advenedizos de la política (eso es lo que dice) pretenden montar en el cinturón de la ciudad.

La reacción fue inmediata: hasta en su partido, que está viviendo una crisis de identidad que casi le borra la cara, le dijeron a Esperanza Aguirre que se había pasado Madrid y tres pueblos más, por lo menos; y la lideresa se ha ido callando poco a poco, hasta llegar, en las últimas horas, a una mudez insólita, pues ella se hizo para hablar sin freno.

Esta reacción de Esperanza Aguirre contrasta, y esto en ella es muy habitual, con su declaración reiterada de liberal y demócrata; ni es tan liberal su postura ni es tan demócrata, y que ella me perdone. Demócrata es aquel que espera cualquier cosa de una convocatoria electoral y acepta el resultado con la deportividad civil que se supone al ejercicio electoral. Y liberal es el que acepta que a su alrededor haya personas que opinan diferente y que, además, gestionarían de manera diferente a la suya un ayuntamiento, una comunidad o un país.

Es cierto que el resultado obliga a pactos probablemente insólitos para la cultura (vamos a llamarla así) democrática de Esperanza Aguirre, que se ha hecho de mayorías absolutas reales o sobrevenidas, pues no se olvide que su primera mayoría surgió de un rocambolesco episodio que tuvo su origen en el famoso tamayazo, cuando dos diputados del PSOE se convirtieron en tránsfugas para darle a ella el Gobierno de Madrid que había ganado el socialista Rafael Simancas.

Con ese antecedente en juego, era lógico que la gente pensara, en Madrid y en toda España, que esos manejos poselectorales de la señora Aguirre tuvieran como fin una situación parecida al dichoso tamayazo, que jamás se aclaró del todo. Por eso fue útil que el derrotado candidato socialista Antonio Miguel Carmona dijera en seguida lo que ella le propuso para que la gente se pusiera en antecedentes y se supiera por todas partes el contenido de esta maniobra precipitada de rectificación del deseo electoral de los ciudadanos.

Este de Madrid es un episodio muy peligroso. El resultado electoral y los pactos que conlleve son una materia delicada en una sociedad democrática: nosotros no somos naturalmente demócratas, y en España tenemos amarga historia de ello; somos ciudadanos sometidos siempre a la presión del ego, también del ego político, y este bichito antidemocrático que llevamos dentro se activa a veces, así que cuando no nos gusta lo que votan tendemos a buscar amaños para cambiar la voluntad o el contenido de la voluntad. Eso se ve hasta en los jurados literarios. La democracia es un ejercicio permanente, para combatir precisamente ese gen autoritario que albergamos disimuladamente: decimos que respetamos el resultado, o que lo respetaríamos, y por debajo, o por detrás, estamos tratando de manipularlo.

Este resultado electoral, que ha roto al PP, ha lesionado al PSOE, ha decepcionado, por ejemplo, a los nacionalistas catalanes, y ha puesto en el candelero algún nombre propio extraordinario, como el de Manuela Carmena, una funcionaria de larga trayectoria que desata mucho respeto, más allá de las siglas que la albergan, marca un momento excepcional. Es ahora cuando se pone en marcha, otra vez, la conciencia demócrata española que en 1977, tras el atentado de Atocha, le vio los dientes al lobo antidemocrático y se puso a andar, buscando alianzas, respetando a los que no opinaban como los otros, y haciendo que la democracia diera su propio grito audaz en contra de los totalitarios. Ahora he tenido esa sensación: se resetea la democracia.

Manuela Carmena estuvo, por cierto, en el sitio donde el lobo enseñó sus dientes, en el terrible atentado de Atocha, donde unos compañeros suyos, abogados laboralistas, sucumbieron ante las balas de los asesinos de la ultraderecha. Ella ahora es el símbolo de aquella lucha para que sobreviviera la libertad de ser demócrata. Sólo por eso me hubiera alegrado que fuera ahora alcaldesa. Lo será.