De las cosas que más me gustaban de Carlos Pinto Grote, cuando lo encontraba y cuando lo recuerdo, era su voz, su manera de hablar, su alegría de hablar, su gusto por encontrarse con gente y hablar, su sentimiento de que el tiempo no se acabaría nunca si el final del tiempo te hallaba hablando.

Rafael Alberti decía que a él le gustaba pensar que moriría hablando, pues así seguramente no se moriría realmente nunca. Ignoro si Carlos dijo alguna vez algo parecido, pero lo cierto es que yo siempre lo recuerdo hablando o escuchando hablar. Tenía el gusto de decir y de escuchar, eso lo distinguió para mi y eso lo hizo un hombre con otros, un ser ensimismado pero a la vez colectivo. Un hombre escuchando, un demócrata, un poeta.

Era un hombre interesado en todos los asuntos y en todas las personas. Ese interés universal me parece que venía de dos ejercicios que son concomitantes: el de la paciencia y el de la medicina. Era un médico importante y un poeta esencial, hondo, no se permitía ni frivolidades ripiosas ni alejamientos innecesarios para que su poesía fuera un desván exclusivo. Pero sobre todo era un hombre enamorado de la palabra y de las palabras, y las dominaba con un exquisitez tranquila y apacible. A mi me entusiasmaba encontrarlo, oírlo hablar, mover las manos con la elegancia de un profesor inglés, referirse a poemas o a personas con la hondura de quien no se queda solo en la piel sino, como buen psiquiatra que era, introducirse hasta el fondo en la mente de sus referencias.

Creo que esa paciencia de médico y esa paciencia de hablar no sólo distinguieron lo que escribió sino que lo distinguió como persona. Hay personas que no se parecen a su escritura. Carlos Pinto era su escritura porque ésta era su palabra, la que escuchábamos. Creo que esa tendencia suya a hablar, a buscar los términos adecuados para definir las actitudes, las personas y los hechos provenía del carácter democrático de su educación republicana; era un hombre acostumbrado a defender sus posiciones y a entender las de otros, y esa fue para nosotros, que nos instruimos en la desgraciada etapa tontamente intolerante del franquismo, una enseñanza a la que contribuyeron otros ilustres republicanos con los que tuvimos la suerte de coincidir en la vida y en el tiempo.

Fue un hombre que nos formó en la cultura de hablar; su tertulia del horno de su casa, donde él oficiaba de anfitrión elegante y generoso, era la consecuencia lógica de su saludable espíritu decimonónico y lagunero; fui pocas veces, me hablaron de ellas sus amigos Emilio Sánchez-Ortiz, José Luis Fajardo o Arturo Maccanti, y se convirtieron en legendarias no sólo por lo que se dijera ahí sino por esa atmósfera que creyeron Carlos y Delia, su espléndida, discreta e inteligente mujer. Fui a su casa, que era la paz. Llena de libros por todas partes, tenía el olor de las casas vividas y allí se vivía un sosiego muy especial, alimentado por el espíritu de Delia y por la calidad que ambos le dieron a la vida de los otros. No había nunca urgencias porque siempre había palabras, conversación y metáforas. La escritura de los otros le resultaba tan importante como la amistad de los otros; por esa casa desfiló muchísima gente importante de la escritura, de Canarias y de España; no sólo era un embajador sino un ilustrado que desde su rincón isleño irradió una corriente de simpatía que hizo presente la literatura nuestra fuera de las fronteras del mar.

Este hombre paciente y elegante era un tiempo en sí mismo, el tiempo republicano, con su enseñanza liberal y radical a la vez. No sólo se muere Carlos Pinto Grote, sino que con él se diluye un poco más esa noble enseñanza que mitigó entre nosotros la amarga evidencia de la dictadura. A sus hijos Carlos Eduardo (poeta al que entrevisté antes de entrevistar a nadie en mi oficio de periodista, para el periódico La Tarde) y María, poetas ambos como él, y a Delia, su delicada mujer inolvidable, les hago llegar las palabras de este abrazo.