El primer tratado del cual tenemos conocimiento sobre la política fue el de Aristóteles, cuatro siglos antes de Cristo. En el desarrolla las estrategias para llegar a la mejor conclusión cual es el bien común de la ciudad.

Después, ya sabemos, lo que aconteció: politólogos, políticos, intelectuales, tertulianos de alto fuste, y toda una Pléyades de personajes desbrozan conocimientos sobre ese escenario universal como es la política.

La política es la teoría de la acción. Y acción dirigida hacia el buen gobierno de los pueblos. Aunque, eso si, cada cual tiene sus esquemas que defiende a capa y espada como si fueran irrefutables.

Sin acción no hay reacción ni conclusión. Si fuera así aparecería entonces una especie de inmovilismo que ata, que induce a los protagonistas a lo de siempre, a no avanzar y si retroceder hacia un aldeanismo ramplón y decadente.

Con esto lo que se pretende decir, es que las altas miras, que los vuelos intelectuales, así como los argumentos definitorios de cualquiera se enquistan, aunque se diga lo contrario, en el paradigma establecido: ¿Cuánto me ofreces para poder estar o no de acuerdo? O sea, una vuelta al trueque. Tu me das, yo te doy. Cuando se transcurre por esos vericuetos, alejados del buen gobierno y teniendo presente hasta motivaciones personales se está entrando en el ámbito de lo ambiguo y de todo aquello que pueda propiciar encadenamientos y sumisiones que aunque desdibujadas y ausentes dan la cara en su momento.

Y los esquemas, vamos a llamarlos ideológicos, de algunos que en su día dijeron insistentemente que eran intransferibles porque era su marca de fabrica, contemplamos ahora con cierto estupor que la marca no importa, es lo de menos, lo que motiva que esta se diluya y los planeamientos viren en redondo. O sea 180 grados, como dicen algunos a otros.

Lo importante es llegar al poder, y además, a cualquier precio. Cuestión que no debe parecernos mal, porque unos de los vértices mas consecuentes de la acción política sea detentar poder. La política vacía de contenido y ajena a esta cuestión, lo que si está claro, desmotiva y neurotiza.

Pero no cabe duda que cuando se instaura el aldeanismo en la política y se están manejando realidades y carencias se podría entrar en la feria de la confusión donde los chantajes permanentes pongan en duda la calidad de la gestión entrando en el espacio confuso de la vigilancia mutua y de la devaluación del concepto mas o menos consecuente de lo que debe ser la acción política.

De ahí que desterrar el aldeanismo debe ser un una preocupación firme que se aleje de acuerdos y pactismos virtuales porque con ello la política se dignificaría y seria creíble.