Es más que posible que todas las administraciones que configuran la vida pública española entren en un bloqueo generalizado al tener a la vista unas elecciones generales en el mes de noviembre y lo que estas significan para el fin del bipartidismo, con el desgaste y preocupación que se vive en el seno de las formaciones políticas dedicadas a maquinar frenética e insultantemente desde la consulta del pasado 24 de mayo.

Se han puesto encima de todas las mesas de negociación los intereses personales rebajando al votante, otra vez, a niveles ofensivos, catalogándolo de populacho. Intolerable, pero es el indicativo del pelaje moral de aquellos que van a gestionar sus problemas personales (sueldo, prebendas y todo tipo de privilegios) propalando en todas las esquinas, a toda voz, que serán los páramos sociales que salpican a la Comunidad canaria los que van a resolverse apasionadamente.

Los pactos en cascada en el Archipiélago son una perversión (gofio para todos). Se alejan de lo que los votantes han reflejado en las urnas, esto es, un cambio en las maneras de gobernar. Pero, ante una estupefacción generalizada, los mismos que han gobernado desde hace tres décadas son los mismos que vienen fraguando el reparto de las mismas instituciones. Aquí no existen ni el reciclaje ni el desenganche.

Como ejercicio para nuestros pacientes lectores, les proponemos unas simples multiplicaciones conociendo los datos de aquellos que en toda España van a ocupar las ansiadas poltronas, tarea que revela cuánto nos costarán a los españoles los salvadores (ellas y ellos), que tendrán en sus manos, en los próximos cuatro años, las incalculables licencias de todo tipo y las descomunales dietas para poder contentar a sus respectivas parejas sentimentales.

Bien. Los nuevos ayuntamientos se constituirán el próximo sábado, 13 de junio. Entrarán alegremente 8.122 alcaldes y 67.640 concejales y toda la tropa de aduladores. Si sumamos, en el ámbito regional, los diputados del Parlamento canario, los consejeros de los distintos cabildos -todos arropados por la alegría de asesores, familiares y amigos-, además de los que arribarán, festivamente también, en las generales de noviembre -350 diputados y 208 senadores, con sus respectivas canonjías, al mismo tiempo que continuarán entidades, empresas, fundaciones y embajadas, todas creadas por CC, PSOE y PP para seguir animando a sus serviles, y el incalculable enjambre de funcionarios y empleados indeterminados-, se llega al desenlace de que el ciudadano es cándido por imperativo legal. Vota, desde hace treinta años a esta casta (esta sí es casta), y continúa tan dichoso. Se ha soslayado el debate sobre una innovación del sistema, pero sí se ha fomentado el secretismo.

Las mayorías se han eclipsado casi en su totalidad a causa de dos formaciones hasta hace unos meses desconocidas y que han obligado al renacer de un "frente popular" canario, archiconocido y maduro, con la noble faena de taponar el camino de esos dos grupos políticos y no tener que llegar a negociar con las cartas boca arriba descubriéndose el envite pactado. Los mismos neonacionalistas, los mismos socialistas-obreros y los mismos "populares" han engrasado de nuevo la máquina de la continuidad para no obsequiar al adversario con cheques en blanco.

En Canarias estamos preparados para no depender de mayorías absolutas. Con tres basta... y sobran. No le ocurre lo mismo a Rajoy, quien, tozudamente (¿para qué ahora un cambio en gobierno y partido?), creyó que dominar al país, sin ni siquiera escuchar a la oposición, procedía de una patente de corso bienaventurada que le ahorraba, incluso, dar explicaciones sobre la dilapidación de más de dos millones de votos. En nuestro Archipiélago, solo una voz de su partido, en el Comité Ejecutivo Regional, denunció el naufragio electoral. Miguel Cabrera Pérez-Camacho señaló a Soria como responsable. En el vértice, Rajoy. Los asistentes, chitón.