Extraña cosa esa de envejecer. Tan extraña que, con frecuencia, no somos conscientes de que la vejez pueda alcanzarnos a nosotros también.

Así es. Solamente viendo los efectos producidos por el paso del tiempo en las personas mayores vemos, como si fuera en un espejo, lo que sucede en nuestro propio rostro y en nuestro propio corazón, porque a nuestros ojos seguimos viéndonos casi como unos adolescentes. No nos imaginamos ni queremos ser conscientes del lugar que nos asignan los jóvenes en la escala de las generaciones.

Durante mucho tiempo queremos y creemos escapar de la vejez. Nuestro espíritu sigue siendo alegre y las fuerzas parecen intactas. Incluso nos atrevemos a realizar algunos ejercicios y actividades para demostrarnos que eso de la vejez nos queda aún lejos, pero no es más que una mera ilusión, pues del mismo modo que el otoño sucede al verano y el invierno al otoño, el envejecimiento se realiza por transformaciones tan graduales que estas escapan a nuestra observación cotidiana. Sin embargo, el otoño avanza inexorablemente disfrazado por las hojas, apenas marchitas del verano, hasta que un día, una mañana de octubre, se levanta un vendaval que arranca la máscara de oro y, después del paso del tiempo, nos hallamos ante el escuálido esqueleto del invierno. Los achaques y las enfermedades son las tempestades de los bosques humanos. En pocos días se estropea un rostro, se encanece y despuebla una cabellera, se dobla una espalda o se apaga una mirada. Basta un instante para descubrir que nos hemos convertido en ancianos. Y es que envejecíamos desde hace tiempo, sin darnos cuenta, sin querer saberlo.

Pese a lo que comúnmente se cree y se dice, no es cierto que la vejez vaya necesariamente acompañada por el cortejo de los achaques. Un cuerpo bien tratado, alimentado y ejercitado puede conservar durante largo tiempo su agilidad y jovialidad. El secreto consiste en no abandonarse. Lo que se ha hecho el día anterior podemos hacerlo hoy; lo que se ha dejado de hacer, se ha perdido para siempre. Los hábitos saludables, el ejercicio físico y la constancia hacen maravillas. Interrumpir el progreso de una vejez iniciada no es posible, pero prohibir a la vejez la entrada en nuestro cuerpo y en nuestra mente es tarea que requiere perseverancia y entusiasmo. Algo infinitamente deseable.

La vejez es el sentimiento de que es demasiado tarde, de que la partida está jugada, de que la escena pertenece, en adelante, a otra generación. El verdadero mal de la vejez no es el debilitamiento del cuerpo, es la indiferencia del alma, pensar que ya todo da igual, que la vida carece de sentido. Frente a ello, lo único eficaz es la ilusión. Las personas que, perdida la esperanza, piensan que ya no son capaces de hacer nada, se sienten mucho más viejas de lo que son, se vuelven depresivas o apáticas, que es peor. Sin embargo, contra esa indiferencia podemos y debemos luchar. Los hombres y las mujeres que envejecen menos deprisa son los que han conservado razones para vivir. Está mayoritariamente reconocido que la mayor enfermedad del anciano, la más difícil de tratar, es la soledad.

Lo que más determina el envejecimiento es la inactividad. Hay que estar siempre ocupados, pues, como dijo Machado, "nadie es inepto mientras pueda hacer o decir algo". Por eso, siempre que las facultades físicas o psíquicas se lo permitan, lo que debería privar en la vida diaria del anciano es: "actividad, actividad y actividad".

Contribuir a que la vida de un anciano sea grata es tarea de todos: familiares y gobernantes; para que la vejez no sea un obstáculo en la vida de estas personas, sino el premio a toda una existencia de trabajo y sacrificio por y para la sociedad. Se lo merecen.