El insularismo es un estado político melancólico que se manifiesta siempre en quienes no están en la poltrona regional. Es decir, los que gobiernan Canarias nunca son insularistas. Lo cual es una jodienda, porque son precisamente los insularistas los que llevan gobernando las islas desde que Franco era corneta. Aunque no se denominen insularistas, sino una Coalición Canaria de carácter nacionalista, porque lo bueno que tiene la semántica política es que lo mismo sirve para un cosido que para un bordado.

Siempre he creído que a poco que rasques en cualquier canario aflora un mago primero y un insularista después. Pero es una opinión minoritaria. En este archipiélago lo normal es hablar despectivamente del insularismo sobre todo por quienes más lo practican.

Por ejemplo, a José Miguel Bravo de Laguna, el extinto presidente del Cabildo Insular de Gran Canaria, lo acusaron de practicar un rancio insularismo por defender el derecho de su isla a definir el desarrollo turístico y los usos del suelo. El nuevo presidente del Cabildo, el nacionalista Antonio Morales, de Nueva Canarias, no es, por supuesto, insularista. Por eso puede decir cosas como esta: "Gran Canaria en estos momentos puede, porque tiene la fuerza suficiente, la que han expresado los ciudadanos en las urnas, hacer que los desequilibrios que se han ido implantando en los últimos años se puedan corregir (...). Una autonomía no puede funcionar sin una de las islas... Sin la isla con mayor peso político y económico". O sea, la suya.

Es sencillamente cojonudo poder manejar todos los tópicos argumentos del insularismo sin que te puedan acusar de ser insularista. Porque la gente progre no es insularista. Y mucho menos la de Gran Canaria, que, como bien afirma el presidente insular, es la de "mayor peso político". O sea, que los políticos grancanarios deben ser más gordos, que es el único sentido que se le puede dar a la frase.

Por esas mismas razones, el alcalde de Las Palmas, Augusto Hidalgo, del PSOE, celebró su designación con un brillante discurso -dicho sea sin ironía, porque lo fue- donde también insertó algunas piezas de alto contenido emocionalmente patriótico: "Las Palmas de Gran canaria -dijo- se convertirá en la verdadera capital de Canarias, porque así debe ser desde el punto de vista numérico y político". Agüita.

Por las rendijas del discurso se vislumbra ya el devenir del futuro. Gran Canaria ha producido un cambio histórico. Las izquierdas han recuperado el poder expulsando al PP. Ahora se trata de advertir al Gobierno de Canarias de que va a tener que gastarse el presupuesto en apoyar las políticas e inversiones suficientes como para no defraudar a ese amplio electorado que confió en una nueva dirigencia.

Las dos capitales canarias tienden a creerse el ombligo del mundo mundial y a pensar que sus problemas se sitúan por encima de los del resto de las islas y pueblos de Canarias. Ese necio y fatigoso pleito ha enterrado muchos millones en obras faraónicas y costosas réplicas de poder. Cambian los dirigentes y siguen los viejos discursos. Nuevos perros con el mismo collar. No es casualidad que en el escudo de Canarias haya solamente dos dogos apoyando las patas en un campo de azur con siete islas de plata. Son los dos de siempre. Uno de aquí y otro de allí. Siempre ladrando, a su dueño fieles, pero muy importunos.