Hace ahora tres años (más o menos), Jorge Bethencourt -que andaba entonces fascinado con las nuevas tecnologías de la comunicación- me convenció de que abriera una cuenta en twiter. Lo único que recuerdo es que manipuló diestramente mi teléfono y mi nombre quedó asociado misteriosamente a un huevo de color morado (con perdón) que al parecer seguía a un huevo azul del ministro Soria, y a uno rojo de Joaquín Sabina y a los de otros señores y señoras de renombre. La cosa es que después de aquel esfuerzo inútil de Jorge, que duró media hora, no volví a prestarle atención en los últimos tres años al pajarito de marras. En serio: no manejo ni el mando de la tele. Y mi teléfono -al que respeto mucho- se me antoja un cubo rubick cargado de misterios y secretos. Por eso, la única red social a la que le he prestado atención en mi vida es a mi propia red de besugos, en la que yo mismo ejerzo de besugo primus inter pares, normalmente sin lograrlo.

Pero la historia es que hace como un mes o algo así, poco antes de estrenarme en esta tira, según se sale de EL DÍA, el colega Jerez publicó una divertida encíclica dirigida a los dinosaurios tecnológicos, esos plumíferos prejubilados y algo mohosos, incapaces de arrastrar su @rroba por los espacios virtuales. Me sentí inmediatamente concernido, y tan avergonzado de ser periodista y vivir aferrado al jurásico de papel, que decidí aprender a moverme en twiter y activé esa cuenta, y también otra dormida en Facebook, y ahora me dedico a colgar en ambas lo que escribo, a la espera de tener un rato y resucitar cual zombi un blog que tuve alguna vez.

He estado, pues, muy entretenido estos últimos días colgando el a babor en twiter y face, las más de las veces en donde no era, y consultando luego las entradas, los enlaces y otras pequeñas satisfacciones del ego digital. Pero leo las noticias de estos días, lo del concejal Zapata, que usó su twiter como un reservorio de chistes casposos, o lo del concejal Carmona (denunciante del primero, que dicen que borró unos cuantos de los suyos por si acaso), o lo del concejal palmero que andaba buscando una bala virtual para reventar a don Mariano, y como que me está entrando como un poco de acongojamiento: antes uno escribía o decía una sandez, y se perdía en el espacio oscuro y polvoriento de las hemerotecas o se lo llevaba todo el aire fresco de la mañana siguiente. Si no te llegaba una citación, tus tonterías duraban justo de un día al día siguiente y la siguiente tontería. Ahora no es así, ahora deja uno un rastro de migas por el ciberespacio que pueden ser utilizadas en tu contra por toda la eternidad. Imaginen que algún enemigo encuentre en alguna esquina de la red un comentario laudatorio sobre Fufú (que los hice) o sobre Bolorino (que no), o una foto mía de los 70 con coleta y vaqueros de pata de elefante. El pasado debería tener fecha de caducidad, como las trampas en la renta o los delitos. Es muy cruel vivir con miedo.