En "El honor perdido de Katharina Blum" el escritor alemán Heinrich Böll nos mostraba la capacidad de la prensa para construir un relato escandalosamente falso o falsamente escandaloso a mayor gloria de la venta de ejemplares . Aunque el precio fuera dejarse olvidada por el camino la verdad y la reputación de una persona, la transacción era favorable a los intereses del medio de comunicación, porque, en última instancia, son los consumidores los que consumen complacidamente escándalos y se conforman solamente con que tengan una vaga apariencia de realidad.

Hasta hace poco, los partidos emergentes sostenían un discurso que sintonizaba con una mayoritariamente hastiada sociedad: hay que transparentar la vida pública. Bajo esta bandera se proponía que quienes decidieran presentarse voluntariamente a un cargo electo o a un puesto de responsabilidad pública tendrían que exponer su patrimonio e intimidad al escrutinio de los demás ciudadanos. Pero España es un país pasional y sus modas, sus sentimientos y sus reacciones son extremadamente extremos. Aquí o no llueve o cae el diluvio universal. No somos en casi nada moderados.

Así que en la vida pública hemos pasado de la absoluta permisividad con quienes durante lustros han engordado sus patrimonios a costa de los ciudadanos a convertir la política en una maldición bíblica y a todos los políticos en una especie de leprosería. Hemos pasado de ignorarlo todo a exigir saberlo todo. Lo que incluye adentrarnos en la vida privada de las personas y exponerla en titulares ante todo el mundo. Y todo esto, además, en un clima de exaltación justiciera en el que todo el mundo es culpable hasta que demuestre su inocencia.

El reciente caso de un político grancanario de Podemos (cuyo nombre vamos a ignorar), acusado por una expareja de abusos sexuales a una menor, es un ejemplo significativo de la fosa séptica en que se ha convertido este país. Hay una acusación con tintes sexuales que viene del pasado. Y que se lleva a los titulares de la prensa. El nuevo político sale a defenderse con los argumentos de la vieja casta: todo es una conspiración de "clara intencionalidad política". ¿De quién? No puede decirlo. No hay tal conspiración. Hay una mujer que le acusa. Y un circo que se monta de inmediato en torno a un sabroso y putrefacto cadáver mediático cuyo efluvio atrae enseguida a los carroñeros y a su mayoritaria audiencia.

Hemos creado un clima favorable a que todo puede sustanciarse en el terreno del escándalo público. Y en este teatro de excesos es difícil distinguir a las víctimas de los actores. Hemos creado tal porqueriza que todo el mundo parece culpable, porque a quienes acusan no les pedimos más pruebas que sus gritos y a quienes se defienden les exigimos evidencias imposibles de inocencia. El derecho a informar acoge la traslación automática de cualquier tipo de chisme, que adquiere mayor relevancia cuanto más morboso sea. Cuantos más titulares venda. Esta es la selva que habitamos y estas son sus reglas. No hay justicia cuando el pueblo soberano se convierte en turba que lincha. La búsqueda de la verdad necesita de la razón y de la prudencia. Es algo a lo que todos hemos renunciado -especialmente los que asaltaron el cielo- en favor del espectáculo. Bienvenidos.