Este fin de semana he leído la encíclica del papa Francisco sobre el medio ambiente. Vaya por delante que su intención general me parece encomiable. Algunos aspectos de su contenido me han sorprendido favorablemente. Contiene hallazgos y consideraciones muy sugerentes e interesantes sobre el mundo contemporáneo y teología. Pero algunos enfoques particulares me han sorprendido no tan favorablemente. Los comento someramente, con el mayor respeto. Conectar algo tan terrenal como, por ejemplo, los combustibles fósiles con los valores morales podría conducir a la paradoja de considerar, en general, inmoral, luego pecado, la extracción y uso de los mismos, porque dañan el clima. Un terreno resbaladizo, sin duda. Por ejemplo, ¿debe, entonces, el Gobierno argentino renunciar a extraer el gas del yacimiento neuquino de Vaca Muerta, por referirme a un caso muy concreto?

De otra parte, algunos de sus enfoques están aquejados por el problema del "actualismo". Los grandes grupos mediáticos gobiernan simbólicamente el mundo. Crean las grandes corrientes de opinión. Aunque los gobiernos no se quedan cortos. Entre ambos nos hacen creer que, en la actual globalización (porque cada época ha tenido la suya), quienes gobiernan son los ciudadanos a través de las redes, y cosas por el estilo. La encíclica cultiva la idea de que lo que realmente importa es aquello de lo que hablan los Gobiernos más poderosos y los medios de comunicación: entre otros asuntos, del cambio climático antropogénico, al que consideran el principal problema mundial. Deterioro mediambiental hay, sin duda, incluso puede que calentamiento y cambio climático globales, pero no necesariamente, o principalmente, de origen antropogénico. Además, los estragos ocasionados por algunos fenómenos naturales no tienen tanto que ver con un posible cambio climático, cualquiera que sea su origen, como con la infravivienda y la ausencia de ordenación del territorio, problemas mucho más extensos que hace un siglo. De la misma forma que el hambre tiene más relación con la mala distribución y el desperdicio de alimentos, que con su escasez.

El problema de ese enfoque es su generalismo. Parece querer decir: todos somos culpables. Todos deterioramos el medio ambiente. Todos debemos consumir menos. Pero ¿todos? Aunque esa no sea su intención, una denuncia tan global del deterioro medioambiental puede ser usada para distraer la atención del consumismo extremo y desigual, o asimétrico, y sus efectos sobre el medio ambiente. Es decir, de la necesidad de una redistribución más equilibrada de las oportunidades de crecimiento y de las cargas medioambientales en el mundo actual.

Finalmente, está muy bien que la Iglesia busque entenderse con la ciencia. No debe repetir un error fatal como cuando negó el heliocentrismo del sistema solar, formulado por Copérnico y Galileo. Pero los datos y argumentos sobre el cambio climático antropogénico no son una ciencia exacta, sino aproximativa, estadística y prospectiva, y sujetos a importantes riesgos de instrumentalización política. Baste ver el titular del periódico El País anunciando que el Papa liquida, con esta encíclica, las tesis de la derecha católica sobre el cambio climático ¿Y las glorifica en materia de aborto? Si uno se amarra a esos argumentos y afirmaciones, debe asumir también el riesgo de equivocarse y dejarse instrumentalizar. Luego, de no ser infalible.