En un entorno humano, donde valores morales nos distinguen de las demás especies y la inteligencia prevalece sobre el instinto, es gran privilegio haber nacido y crecido donde nadie me adoctrinó en sentimientos negativos ni se me inoculó ningún resentimiento histórico, odios geográficos ni aversión separatista hacia una parte de mis semejantes que, en lugar del afecto humanitario, deviniera en rechazo y confrontación continua.

Los últimos acontecimientos socio-políticos, matizados por un ambiente electoral demasiado afectado por exceso de intereses personales, preocupan como motivo de escándalo por lo que supone una falta de respeto tan nociva como el agravio colectivo que se produjo en el Nou Camp, con una vergonzosa pitada al himno, a la bandera y al rey.

Son tres símbolos que representan a España como nación y como Estado de Derecho: expresión de su historia, de su cultura y de la dignidad y derechos fundamentales de un pueblo soberano. Así definido en nuestra Carta Magna.

Denigrarlos desde sentimientos viscerales, exentos de racionalidad, parece la manifestación patógena de una agresividad que dimana de la frustración basada en complejos que, inducidos desde una malformación educativa, trascienden a la edad adulta como una afección crónica. Cobijo de fundamentalismos donde debiera alojarse el espíritu de solidaridad, respeto, admiración mutua, comprensión y afecto... En fin, el utópico, por sublime, concepto de "amor al prójimo".

Si así fuera, ¿imaginamos cómo sería una sociedad donde la interacción de una convivencia colectiva configurase la red positiva de voluntades en armonía, sin la injerencia de radicalismos tóxicos?

Tendemos a ver las cosas como deseamos verlas en un artificio de defensa emocional; pero es imprescindible asumir cómo son en la realidad y que la objetividad sea vehículo de aplicación para el uso de razón. Se trata de intentar corregir efectos y defectos de actitudes desviadas que necesitan la ayuda del ejemplo para reconducirse. Jamás sería efectivo lo de poner la otra mejilla...

Asistimos con desolación cómo, abundando en el desagradable acontecimiento futbolístico, se utiliza con ligereza el argumento de la democracia para tratar de justificar tan grave desafuero alegando el derecho a la libertad de expresión.

Los derechos fundamentales del ciudadano limitan al Norte con los derechos de los demás; al Sur, con los propios principios éticos; al Este, con la inteligencia racional, y al Oeste, con el sentido común.

No todo vale en nombre de la democracia -su etimología y semántica: gobierno del pueblo, solo indican su exclusiva aplicación política-. El derecho a la libertad de expresión, así contemplado en la Constitución, termina allá donde afecta, por ejemplo, al honor del agraviado. La Ley de Violencia en el Deporte, ante casos de expresiones xenófobas, es suficiente argumento para rebatir el testimonio sesgado de reseñables y famosos personajes que intentan justificar los pitidos como un inofensivo detalle de protesta política.

Me siento afortunado por no haber sufrido la manipulación educacional antes aludida. Es lo que me impulsa a esforzarme, desde el respeto más estricto a los sentimientos ajenos, para intentar compartir la capacidad de razonamiento con quienes todavía pueden reconsiderar actitudes inservibles por absurdas, e impresentables por motivos cívicos.

Este testimonio de reproche hacia comportamientos vergonzosos es el tributo de agradecimiento que le debo al legado que recibí de mis mayores.