No sé si es que han puesto algo en el agua de La Laguna, o es que un oscuro gen palmero se ha instalado en las casas consistoriales, pero últimamente me cuesta mucho entenderme con los concejales Javier Abreu y Antonio Alarcó. Y cuando digo entenderme no me refiero a llegar a acuerdos con ellos (válgame Dios), sino a entender lo que dicen, o hacer que ellos entiendan lo que digo yo. Me consta que no soy al único que le pasa: quizá anden borrachos de palabras, enfermedad residual fruto de hablar sin tono ni tino durante las campañas y no ser capaz de volver luego al mundo. O puede que sea culpa mía, que me hago viejo y me cuesta más perder el tiempo.

La cosa es que no entiendo cómo es posible que hayan seguido manteniendo con sus palabras y su actitud agónica el suspense sobre lo que podía ocurrir en La Laguna, hasta el mismísimo momento de emitir su voto, como si fuera posible que solo por no admitir lo obvio pudiera ocurrir algo distinto.

El comportamiento peripatético de Abreu, a pesar del espléndido disparate que ha sido abandonar sin que nadie se lo pidiera la ejecutiva federal del PSOE, es más comprensible que el de Alarcó: la posibilidad de ser alcalde es un tren que pasa pocas veces por la puerta de la casa de uno. A Abreu esa posibilidad se le cruzó sin siquiera esperarla, con un PSOE lagunero en retroceso, no por sus pecados, sino por el avance en la ciudad universitaria de Podemos y derivados. Abreu estuvo con su pretensión de sustituir al califa bastante pesado, instalado en un discurso errático, en el que no se hablaba de lo que realmente le importaba a Abreu -ser alcalde- sino de intangibles como la dignidad socialista, las traiciones chicharreras, los apoyos de Ciudadanos y otras martingalas. Ser alcalde es una aspiración legítima, incluso cuando no se ganan las elecciones, o ni siquiera se queda segundo. Pero Abreu eligió un discurso distinto a ese, y todo quisque se dio cuenta de que estaba interpretando. Ahora, acabado el teatro, Abreu ha quedado tocado con sus socios y en su partido. Por lo menos. Él creía jugarse los garbanzos.

Lo del doctor Alarcó es otra cosa: al hombre le gusta tanto enzarzarse en una discusión por lo que sea, que a veces acaba por discutir consigo mismo, y ni entonces empata. El doctor Alarcó ha ido perdiendo peso en la política de Tenerife, y ha pasado de ser el hombre que controlaba todo desde el partido, desde su relación privilegiada con el ministro Rato, desde el Senado... a mantener apenas un modestísimo papel de concejal en la oposición. No sé si su ego le permitirá aceptarlo. Ayer se retrató con el bastón de la alcaldía, posando como alcalde virtual. Porque cada uno se consuela como quiere. Por cierto, sin novedad en el alcázar lagunero: Juan Alberto Díaz no pasará a la historia por sacar pecho pero él puede consolarse siendo alcalde de verdad.