"Una ciudad como Madrid no puede permitirse tener nombres de genocidas en su callejero", ha dicho un portavoz del Foro por la Memoria. La capital de España está planteándose hacer una segunda limpieza de calles, plazas y estatuas de personas que hayan tenido relación con el régimen de Franco, una lista que incluye a artistas como Dalí, pensadores como José María Pemán o personajes como Santiago Bernabéu.

No sé yo si considerar a Dalí un genocida pueda ser una exageración. Pero no voy a enmendarles la plana a los encargados de limpiar la historia. Bastante trabajo van a tener si de las placas y plazas de nuestras ciudades se van a caer todos aquellos que tengan las manos manchadas de sangre o la lengua de adulaciones. Desde los Reyes Católicos a las avenidas y calles dedicadas al Descubrimiento se van a ir a tomar fresco.

Es un tema vidrioso esto de la limpieza histórica. Entiendo las razones sentimentales de quienes quieren quitar de su vista los recuerdos de personajes nefastos del pasado. La cuestión es hasta qué pasado nos podemos permitir retroceder. El tiempo es inexorable poniendo las cosas en su sitio. Los más jóvenes de hoy estudian lo que fue nuestra infancia en los libros de historia y carecen de ningún tipo de prejuicios sobre símbolos que a muchos aún nos ponen los pelos de punta. Un tricornio o la bandera de España tienen connotaciones únicas para algunas generaciones a las que le queda poco en el convento. Afortunadamente, el resto del país, la España más joven, ha nacido sin esa malformación congénita de quienes se criaron en la odiosa placenta de una dictadura.

El testigo de la revisión se va entregando de mano en mano. Los vencedores de la Guerra Civil procedieron a cambiar también los nombres de calles, plazas y monumentos de la República. Como esta hizo con ciertas herencias de la Monarquía. Los ciudadanos de la democracia no sólo hemos pasado por siete planes educativos diferentes, sino que a veces hemos cambiado de calle sin mudarnos de casa. Es poco discutible que la calle 18 de Julio debiera cambiarse de nombre. Pero sigue siendo polémico que la hayan puesto Juan Pablo II. No porque sea un genocida, sino porque es un personaje de la Iglesia Católica que puede molestar a un ciudadano de un Estado aconfesional que viva justamente en esa calle. ¿Tiene derecho a pedir que cambien el nombre? Y qué decir de la plaza del general Weyler. O de la calle que le hemos dedicado aquí a Nelson, que nos quiso apiolar a todos.

En beneficio de futuras generaciones, en vez de nombres, a las calles deberíamos ponerle números. Así evitaríamos discutir si Dalí era franquista, interesado, pesetero o simplemente un tonto genial. Y la calle Veinticinco o la Séptima Avenida pasarían de generación en generación sin debate alguno. Los números nos unen y los nombres nos separan. Sólo podría darse el remoto caso de que si ganara las elecciones un partido muy conservador tuviera que cambiar el nombre de la calle 69. Poca cosa.