Cada vez que voy a Sevilla, antes del viaje y en el viaje, me acuerdo con mucho cariño, y con mucha pena, de Jacinto Pellón. A su energía se debió la Expo del 92, que sirvió para que esa ciudad y el sur de España iniciaran una transformación tecnológica y social que tiene su símbolo mayor en la creación del Ave, que ha revolucionado las comunicaciones en toda España y de este país con Europa.

Me tocó trabajar con Jacinto, un ingeniero ensimismado e inteligente que era capaz de echarle una bronca al lucero del alba y pararse un segundo después para recoger flores silvestres y dárselas con su sonrisa blanca al propio lucero del alba. El día en que se quemó uno de los pabellones que era emblema de la Expo yo estaba con él, en su despacho; salió a la calle polvorienta, miró con los ojos asombrados aquel desastre y al segundo siguiente ya estaba dando órdenes para remediarlo. Era un ingeniero de las cosas concretas, materiales, pero tenía dentro de su alma a un ingeniero del espíritu. Gracias a esa otra ingeniería sutil aguantó a pie firme una de las peores campañas de descrédito que yo he conocido en mi vida de ciudadano y de periodista.

Este último lunes fui a Sevilla y, como siempre, me acordé de Pellón. Rafael Rodríguez y los amigos que me invitaron a hablar de periodismo, en el curso de verano de la Universidad Pablo de Olavide en Carmona no tenían por qué saber que siempre que yo llegaba a la ciudad y a su comarca me acordaba de aquel ser rapado y, sobre todo, de aquella campaña, que hicieron (hicimos) los periodistas para doblegar la voluntad del ilustre ingeniero cántabro. Me había pedido Rafael que hablara a los alumnos a partir de una pregunta que era el título del propio curso: "Cómo ser periodista y no morir en el intento". Yo me permití glosar, desde el punto de vista español, un libro que es muy útil para nosotros y para quienes estudien para ejercer el oficio.

Ese libro es Los elementos del periodismo, de Bill Kovach y de Tom Rosenstiel, editado por Aguilar; ese estudio, que procede de un encuentro internacional de periodistas preocupados por el estado en que se hallaba el oficio en torno a 1990, contiene nueve puntos que son imprescindibles para dar una información, hacer un análisis o emitir un juicio. El rey de esos puntos es la verificación. Tengo la sensación, y la evidencia, de que nosotros los periodistas españoles descuidamos adrede la verificación para sentirnos más sueltos a la hora de opinar, y esa es, me parece, la raíz del descrédito que sufre el oficio. Eso les dije a los chicos y eso escribí luego en un breve texto en el que también alertaba contra los riesgos de la falta de rigor en el oficio.

A raíz de estos juicios y del eco, mayor o menor, que tuvieron, un gran amigo, el poeta y narrador Antón Castro me envió desde Zaragoza un mensaje preguntándome qué me estaba pasando con el oficio. Él lo ejerce al frente de uno de los suplementos literarios más ilustres de España, el de El Heraldo de Aragón, conoce muy bien este trabajo y esa pregunta que hace no es una ironía sino un aviso para que yo le responda.

Lo que me pasa con el oficio tiene que ver con Jacinto Pellón, de modo que me pasa desde hace mucho tiempo. Cuando se puso en marcha la Expo y aún no había andado más allá de los cimientos de su compleja estructura me encontré con un comunicador básico en la vida española de los 90. Estaba en el aeropuerto de Sevilla, esperando a embarcar hacia Madrid y le pregunté cómo veía el futuro de aquel extraordinario conglomerado que aún no era sino tierra y arena. Me dijo:

-A Pellón me lo voy a cargar.

Me produjo escalofrío la certeza de la amenaza, pues el periodista no sólo era importante e influyente sino que tenía mecanismos para hacer una voladura controlada, o incontrolada, de cualquiera. En efecto, luego empezó esa voladura hasta que Pellón se convirtió en ese tiempo en la persona más insultada y vilipendiada de España; el objeto era doblar su voluntad, y la razón por la que se le persiguió, al menos en esa instancia, era que el ingeniero se había negado a dar exclusivas del control de la publicidad y otros elementos del negocio que iba a aportar la Expo.

En la raíz de mi desconcierto ante el periodismo que vocifera y amenaza, que no verifica sino que se lanza a la yugular de sus amenazados, está esa anécdota. Algunos años antes, un gran amigo, fallecido también, Alberto de Armas, socialista que fue diputado y embajador en Venezuela, uno de los mejores individuos que he conocido en mi vida, me contó las amenazas que recibió porque no quiso aceptar los requerimientos para que subvencionara un medio que a cambio de su suscripción le prometía halagos. Este oficio acoge gente así, emite desde los medios que controla insultos o amenazas, y ahora además se distribuye en trincheras televisivas en las que se erigen en defensores o atacantes sin otra información que sus suposiciones.

Y eso es algo que el oficio ha de denunciar para que no prospere. Sé que es un vano intento, pero si no reclamamos la verificación, la dignidad y el decoro el descrédito que sufrimos seguirá borrándonos del mapa.